Por: Beatriz Viteri Naranjo
La Constitución ecuatoriana de 1945 fue la primera en considerar un sistema de justicia constitucional, creando un órgano específico para esa finalidad, el Tribunal de Garantías Constitucionales. La actual Corte Constitucional, fue creada en la Constitución de 2008, con un diseño más sólido e independiente del anterior Tribunal Constitucional; su estructura y funciones fueron reforzadas para garantizar una verdadera justicia constitucional.
Han transcurrido 80 años desde el inicio de la justicia constitucional, tiempo en el que se ha experimentado una de las más importantes conquistas del constitucionalismo moderno: el derecho de todas las personas a vivir bajo un orden jurídico en el que la Constitución no sea una mera declaración, sino una norma viva, vinculante y eficaz.
La justicia constitucional ha sido clave para garantizar la dignidad humana, el pluralismo, la igualdad y la libertad; su evolución demuestra que no hay democracia sin jueces constitucionales independientes, ni hay derechos sin mecanismos efectivos para protegerlos; debe ser accesible a todas las personas y requiere jueces humanos, ya que solo con jueces humanos, la justicia será ágil, eficiente, eficaz y oportuna; porque la justicia no se debe limitar a la aplicación mecánica de normas; la justicia sustantiva o material exige contextualizar, interpretar y ponderar valores, derechos y dignidad humana.
En este contexto, el rol de la academia es fundamental en la protección de los derechos, en un mundo tan complejo, por profundas desigualdades, conflictos sociales y desafíos globales; su papel se vuelve cada vez más esencial, porque no solamente son espacios de formación profesional o producción de conocimiento, sino, verdaderos defensores de los derechos humanos, de la justicia y de la dignidad. La academia debe actuar como conciencia ética y moral de la sociedad, señalando las injusticias, visibilizando las desigualdades y promoviendo soluciones informadas, responsables y justas.
En tiempos donde se relativizan los derechos, donde crecen los discursos de odio y donde se cuestionan las bases mismas del estado de derecho, la voz de la academia no puede ser indiferente. La neutralidad frente a la injusticia no es imparcialidad, es complicidad; por ello, las universidades deben posicionarse con claridad frente a la vulneración de los derechos fundamentales, especialmente de los sectores históricamente excluidos.
La protección de los derechos no es tarea de un solo actor, es un esfuerzo colectivo que requiere articulación entre sectores; y es ahí donde la academia tiene un papel clave como articuladora entre el Estado, la sociedad civil, los organismos internacionales y el sector privado. A través de observatorios de derechos humanos, clínicas jurídicas, proyectos de extensión universitaria, redes de investigación y programas de incidencia, la universidad puede contribuir activamente al monitoreo, denuncia y promoción de los derechos.
La academia no puede ser un actor pasivo en el escenario de los derechos, tiene el deber de asumir una posición activa, crítica, propositiva y transformadora. Su rol va más allá del aula: está en la calle, en las comunidades, en los juzgados, en los parlamentos, en los medios de comunicación, en el corazón mismo de la democracia.
La academia no es un actor neutro frente a la realidad social, su compromiso con la verdad, el pensamiento crítico y la justicia la convierte en un pilar clave para la defensa de los derechos; por ello, su rol debe ser protegido, valorado y fortalecido para garantizar una sociedad más justa, equitativa y democrática.
Es necesario generar espacios de reflexión y socialización sobre la cultura constitucional que permita a todas las personas contar con las herramientas para ejercer una ciudadanía crítica, activa y consciente; espacios donde el derecho se vuelva conversación, y la justicia sea más cercana y comprensible; aspectos esenciales para fortalecer la democracia, la educación cívica y el Estado constitucional de derechos y justicia.
No se debe ceder ante el miedo, ni ante la indiferencia; es prioritario seguir siendo faros de pensamiento libre, refugios de esperanza; y, sobre todo, defensores incansables de los derechos humanos.
¡Larga vida a la justicia constitucional y a quienes la honran con su trabajo!