SENTENCIA.
A simple vista, la vivienda de dos plantas en la calle Verdeloma, al centro de Ambato, no levantaba sospechas. Fachada modesta, persianas cerradas, y un portón que rara vez se abría. Pero en su interior operaba una estructura de expendio de droga que durante meses fue blanco de vigilancia policial.

La fachada finalmente cayó, y hoy sus responsables Javier C. E. y Lizbeth M. R. han sido sentenciados a 19 años de prisión por el delito de tráfico ilícito de sustancias sujetas a fiscalización, en alta escala.
La decisión fue emitida por el Tribunal de Garantías Penales de Tungurahua, tras una audiencia en la que la Fiscalía presentó una sólida batería de pruebas que permitió establecer, sin lugar a dudas, la autoría directa de ambos procesados.
El operativo, ejecutado por la Unidad Antinarcóticos de la Policía Nacional, reveló no solo la existencia de un centro de distribución clandestino, sino también una red de microtráfico que operaba desde el corazón mismo de la ciudad. La operación policial se activó tras denuncias ciudadanas y un trabajo de inteligencia que se extendió durante varias semanas.
Los agentes vigilaban movimientos inusuales en la zona: visitas cortas, intercambios rápidos en la acera, puertas que se abrían por segundos. Las grabaciones de seguimiento confirmaron el patrón típico del expendio de droga al menudeo: lo que en la jerga policial se denomina “cruce de manos”.
La vigilancia culminó con una intervención directa. Javier C. E. fue interceptado en plena calle, tras realizar uno de estos intercambios. Durante el registro corporal se le encontró una cantidad considerable de droga, dinero en efectivo y un teléfono celular que más tarde revelaría múltiples mensajes vinculados a transacciones ilícitas.
Simultáneamente, los agentes ingresaron al inmueble con orden judicial. Allí hallaron a Lizbeth M. R. en una habitación del segundo piso, adaptada como punto de venta. La escena era clara: dosis fraccionadas, empaques, básculas digitales, dinero en efectivo en distintas denominaciones y libretas con anotaciones sobre entregas y cobros.
Las evidencias hablaban por sí solas. Durante la audiencia de juicio, la Fiscalía presentó una extensa y ordenada exposición de pruebas documentales, periciales y testimoniales.
Entre ellas: el informe de reconocimiento de objetos e indicios, los análisis químicos que confirmaron que la sustancia era clorhidrato de cocaína, el acta de entrega de evidencias al Centro de Acopio Temporal, y el informe de verificación del peso total, que superaba ampliamente los límites establecidos por el COIP para considerarse alta escala.
También testificaron los agentes que participaron en el operativo, quienes detallaron el procedimiento, el comportamiento de los sospechosos y la forma en que se almacenaba y vendía la droga.
La defensa intentó desacreditar las pruebas, alegando vulneración de derechos y falta de pruebas directas, pero el Tribunal consideró que existía una cadena de evidencia ininterrumpida y contundente.
Lo que más alarmó a los investigadores fue la ubicación del punto de expendio: una zona residencial de clase media, a pocas cuadras de centros educativos, comercios y espacios familiares.
Según voceros de la Policía Antinarcóticos de Tungurahua, esta modalidad se ha vuelto común: inmuebles alquilados o adquiridos con apariencia de uso doméstico, que en realidad funcionan como centros logísticos del narcomenudeo.