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lunes, octubre 6, 2025

Cuando la Corte Constitucional deja de ser árbitro y se vuelve jugador

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Por: José Alvear C.

La Corte Constitucional del Ecuador, órgano encargado de proteger la supremacía de la Constitución y velar por los derechos fundamentales, ha venido generando creciente desconfianza. No es por puro prejuicio político: son hechos concretos los que apuntan a una politización que socava su credibilidad.

Primero, veamos las demoras indebidas en casos de derechos humanos, naturaleza y pueblos indígenas. Un informe de la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos señala que al menos 12 casos relevantes, conflictos socioambientales, violaciones de derechos colectivos, daño al medioambiente se encuentran congelados en la Corte, sin resolución clara, incluso cuando algunas causas involucran derrames petroleros con impactos graves sobre comunidades indígenas. Esto da la impresión de que ciertos casos que molestan al poder político se dejan reposar para que venzan plazos o cambien autoridades, mientras otros (más convenientes) se resuelven más ágilmente.

Segundo, la tensión abierta entre la Corte y el Gobierno pone en evidencia que esta no opera con independencia total. En agosto de 2025, la Corte Constitucional resolvió suspender cautelarmente 17 artículos de tres leyes promovidas por el presidente Daniel Noboa, vinculadas con seguridad pública. La reacción del Ejecutivo no se hizo esperar: alcaldes, ministros y otros altos funcionarios declararon públicamente que los magistrados son “enemigos del pueblo”. Tal ataque no solo es retórico, es un intento de intimidación que muestra que los actores del poder esperan moldear las decisiones judiciales mediante presión política. Esa animosidad indica que la Corte ha tomado decisiones contrarias a los intereses del Ejecutivo, pero también que el Ejecutivo considera legítimo responder con agresión institucional.

Tercero, las leyes polémicas del oficialismo, como las de Integridad Pública, Inteligencia y Solidaridad, han sido objeto de decenas de demandas de inconstitucionalidad. El hecho de que esas leyes hayan sido acogidas a revisión con gran prontitud sugiere una doble vara: cuando se trata de normas del Gobierno, la Corte se moviliza velozmente, mientras que otras causas sociales profundas (ambientales, indígenas) esperan años.

Cuarto, la comunicación institucional de la Corte también contribuye al problema. Se han escuchado críticas de que no responde de oficio (“no tiene potestad de actuar de oficio”) ante situaciones urgentes que parecen demandar su intervención inmediata. Además, ciertos pronunciamientos tardíos o evasivos alimentan la percepción de que la Corte solo actúa cuando recibe presiones externas o cuando el escenario político lo obliga.

¿Qué sucede cuando un órgano que debería estar por encima de las pulsiones políticas empieza a responder a ellas, ya sea mediante demoras estratégicas, ya sea reaccionando ante presiones públicas? Pierde su autoridad moral. Y más importante todavía, pone en riesgo el Estado de derecho, porque el control constitucional deja de ser una garantía real para todos, y pasa a ser una herramienta que se activa o se frena dependiendo del poder de quienes presionan.

No todo está perdido: la Corte Constitucional tiene aún el marco legal y constitucional para defender su autonomía y restablecer confianza. Pero debe asumir que la independencia no es solo no obedecer órdenes del Ejecutivo; es también proteger derechos impopulares, dar certeza procesal, evitar favoritismos en tiempos convulsos, y mostrar transparencia real cuando decide qué causas tramita rápido, cuáles aplaza, y por qué.

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