Por: Iván Menes Aguirre
Conocí literariamente a Mario Vargas Llosa a mis dieciséis años, cuando leí la divertidísima novela La tía Julia y el escribidor, donde el maestro peruano narraba su historia de romance con Julia Urquidi (quien fuera hermana de una de sus tías políticas), además de las radionovelas de Pedro Camacho, un excéntrico “escribidor” boliviano. Quedé fascinado con la prosa dinámica de Vargas Llosa, cuya prolijidad me llevaba a ser parte de sus enredos amorosos y, a la vez, de las aventuras dispersas de los personajes fabulados en las emisiones del radialista. Aquella arrobación me llevó a una obsesión por indagar de pies a cabeza en la obra de Vargas Llosa, por lo que compré otras novelas de su autoría: La ciudad y los perros y Travesuras de la niña mala. Para mí, que en ese entonces estaba en mi penúltimo año de colegio, esas dos radiografías (una, la primera, de la enconada juventud latinoamericana de mediados del siglo pasado y otra, la segunda, del amor más truculento y enfermizo posible, en medio de las maquinaciones propias de la Guerra Fría) me marcaron hondamente, al punto de consagrarme como un lector empedernido, vicio para el que, para mi fortuna, no he encontrado cura. Mi vida mejoró incalculablemente en esos años de entrada a la adultez gracias a Vargas Llosa: sus novelas me trasladaron a una infinidad de sitios y circunstancias y, ulteriormente, me hicieron vivir muchas vidas.
Si me pusieran a elegir, no podría rescatar una única obra de don Mario, pues hacerlo sería injusto con las demás. Vargas Llosa tiene como mínimo tres novelas totales que disfruté plenamente: Conversación en la Catedral, La guerra del fin del mundo y La casa verde. Esta última la terminé hace poco y fue un hermoso regalo de cumpleaños de alguien que me demostró un amor absoluto, en parte, a través de esos presentes (bendito sea el amor que se entreteje y celebra por medio de los libros). Otras de sus obras me acompañaron en puntos complejos de mi vida, como durante la pandemia o en medio de crisis personales: Cinco esquinas, La fiesta del Chivo (una espectacular historia enmarañada en la República Dominicana de Trujillo), El héroe discreto, Tiempos recios y la comiquísima Pantaleón y las visitadoras. No tengo reparos en decir que Vargas Llosa, en esos instantes donde lo leía y me olvidaba de las tribulaciones cotidianas, hizo de mi vida un lugar más sano, interesante y llevadero. Me apené mucho cuando me enteré de que Vargas Llosa, el último de los maestros del boom latinoamericano que sobrevivía, mi mentor literario, había fallecido. Su partida coincidió con el día de las elecciones y, aunque me apasiona la política, hizo que, para mí, los comicios pasaran a un segundo plano: la literatura siempre será la prioridad de mis quehaceres, pues la sublimidad que de ella subyace me evoca lo hermoso que es estar vivo. Estas líneas no son más que un sencillo homenaje para alguien que, aunque no tuve el privilegio de conocer, hizo tantísimo por mí y por millones. Espero que don Mario esté en un lugar mejor y que, desde ahí, vea con satisfacción cuán extraordinario e imperecedero es su legado. Hasta siempre, maestro querido.