En numerosos países, tanto en vías de desarrollo como en economías avanzadas, la corrupción ha dejado de ser un fenómeno aislado para convertirse en una amenaza estructural. El desvío de recursos públicos, el favoritismo político, los sobornos y la impunidad generan una reacción en cadena: minan la legitimidad de las instituciones, erosionan la confianza ciudadana y profundizan la crisis democrática.
Cuando los ciudadanos perciben que los líderes actúan en función de intereses personales o corporativos, y no del bien común, se rompe el contrato social. La confianza, uno de los pilares fundamentales de toda convivencia democrática, se desvanece. Las instituciones —que deberían ser garantes de justicia, equidad y transparencia— se convierten en símbolos de frustración y escepticismo.
Esta crisis institucional no solo obstaculiza el desarrollo económico y social, sino que también fomenta la apatía cívica. ¿Para qué votar, participar o denunciar, si todo parece estar arreglado de antemano? Esa sensación de impotencia es uno de los efectos más corrosivos de la corrupción: desactiva el compromiso ciudadano y deja el terreno fértil para el populismo, la polarización y el autoritarismo.
La recuperación de la confianza exige algo más que promesas de campaña o leyes que se quedan en el papel. Requiere voluntad política, rendición de cuentas real, independencia judicial y participación activa de la sociedad civil. Solo cuando las instituciones actúen con transparencia, justicia y eficacia, la ciudadanía volverá a creer en ellas.
Para el Ejecutivo y el Legislativo que asumen responsabilidades políticas en este mes, no hay reforma más urgente ni desafío más trascendental que la lucha contra la corrupción que, en definitiva, es una lucha por la dignidad de las democracias y por el futuro de los ecuatorianos.