Por: Pablo Escandón Montenegro
Eso es lo que provoca la serie de Cien años de soledad; imposible mirarla de un solo tirón. Cada capítulo es una sensación de derrame de emociones, como cuando llenamos lentamente el vaso y por un descuido se riega, entonces no queremos ni beber el agua ni mover el vaso porque podemos seguir derramando el líquido.
Así me he sentido con cada capítulo de la primera temporada de esta producción audiovisual que no ha escatimado en ambientación, postproducción y sonorización, pues los mismísimos Puerto Candelaria son parte de la banda sonora. No es una producción enlatada, sino bien pensada, con estética y continuidad.
Algunos puristas están insatisfechos con la versión audiovisual basada en la novela de Gabriel García Márquez, pero es eso, una producción con interpretación, lectura y propuesta narrativa propias. Si bien en algunos momentos molesta la voz en off del narrador, es imprescindible su presencia ya que hay frases que solo ese narrador las puede decir, como al inicio: “Muchos años después, frente al pelotón del fusilamiento…”.
Hay guiños del mundo garciamarquiano en la obra audiovisual; Aureliano contrata los servicios de la Cándida Eréndira, a la propia abuela desalmada, con lo cual se genera una licencia del propio universo macondiano.
Lo mejor de esta versión seriada por Netflix es que motiva regresar a la novela, a recuperar de nuestra memoria esas escenas desgarradoras y la maravillosa construcción de frases, la belleza del lenguaje que solo el narrador de Cien años de soledad pudo crear, tanto en la serie como en la novela.
Con esta serie, solo basta decir: Gracias, García Márquez, por tan poderosa obra que nos marcó a muchos para iniciar en el oficio más bello del mundo: la escritura de ficción.
La angustia que se vive con la serie es una emoción y un sentimiento único, pues allí radica la diferencia con la novela, en la que se vive una montaña rusa de emociones.
