Por: Daniel Márquez
Muchas veces la política termina siendo definida por fuerzas misteriosas. Nadie ni nada puede explicar, por ejemplo, el encanto que, durante décadas, Fidel Castro ejerció sobre tantos líderes del continente. Aunque, en un sentido lógico o racional, la Cuba revolucionaria hacía muy poco por ellos, una pléyade de intelectuales, periodistas, políticos y jefes guerrilleros apoyaban incondicionalmente al caudillo cubano. El epítome de ese vasto y complejo síndrome fue la incomprensible fascinación del mandatario venezolano Hugo Chávez por él. Venezuela terminó, gracias a dicho magnetismo, rindiendo incondicionalmente sus riquezas y su soberanía al Estado cubano, sin que mediase una explicación racional o un comprensible temor detrás de ello. Todo se reducía al irresistible encanto de Fidel.
El mundo vive hoy una especie de edad de oro de los hombres fuertes y carismáticos. Gran parte de los comportamientos que se propician y se toleran en la actualidad no se pueden explicar sin la atracción que ejercen personajes como Putin, Xi Jinping, Erdogan, Bukele, Mohamed Bin Salmán y tantos otros cortados con la misma tijera. Llama la atención, por ejemplo, la indisimulable fascinación, que, dentro de sí, guarda el presidente estadounidense Donald Trump por el autócrata ruso; de un día al otro, es capaz de cambiar sus posturas, repensar sus opiniones e, incluso, tragarse sus palabras, una vez que lo tiene en frente. Al igual que lo que sucedía con Castro, no hay coincidencia racional de intereses ni motivaciones lógicas detrás del aparente entendimiento; simplemente la irresistible fascinación por un tirano ilustrado.
No se puede subestimar la importancia de este factor. Las masas se identifican con sus líderes fuertes y sienten que se encarnan, aunque sea un poco, en ellos; de la misma manera, los políticos autoritarios pero medianos se proyectan en los grandes hombres fuertes y sienten que, al arrimárseles y servirles, algo les gotea de su gloria.