Por: Byron Carrión
Hay días en que la gestión cultural se parece más a un espejo roto que a un horizonte compartido. Fragmentos de discursos bien pronunciados, posturas de ocasión o cohesión artificial, gestos ensayados frente a micrófonos institucionales. La escena se repite: nombres que regresan a conveniencia, promesas recicladas, figuras que se aferran al escenario como si la cultura dependiera exclusivamente de su presencia.
Pero entre bastidores, las contradicciones se sienten como viento en la nuca. Se invoca la participación mientras se incumplen deberes básicos, como alimenticios. Se apela al derecho a la cultura, pero se elude la responsabilidad con el otro, con el tiempo ajeno, con la palabra empeñada.
¿Qué sentido tiene hablar de lo común si se actúa desde la excepción? Algunos han confundido el compromiso cultural con una plataforma personal. Creen que apoyar a los artistas es un favor y no una tarea ineludible del Estado o del vínculo comunitario al que pertenecen. En nombre de la “democratización”, replican prácticas jerárquicas, caudillistas, incluso extractivas. Denuncian hegemonías viniendo de ellas, mientras acumulan poder, hablan de colectividad con el dedo apuntando hacia sí mismos.}
La gestión cultural, sin embargo, no es un desfile de egos ni un juego de relevos entre oportunistas. Es una forma de cuidado. Cuidado del patrimonio humano —las voces, los cuerpos, los lenguajes que nos atraviesan—, del pensamiento que desafía la inercia, de las comunidades que sostienen con esfuerzo lo que otros reclaman desde escritorios y redes asociales.
Y sí, llegará el momento en que los fondos se agoten, las instituciones se encojan, y la estructura formal se desvanezca como ya está pasando. ¿Quién quedará entonces para hacer cultura desde el piso, desde el barrio, desde el silencio? ¿Quién pondrá el cuerpo cuando ya no haya nómina, ni eventos, ni tribunas?
La respuesta rara vez llega. Tal vez porque en el fondo sabemos que no todos están dispuestos a quedarse cuando se acabe la música. La cultura no es una medalla ni un salvoconducto. No es un lugar para esconder las deudas ni las faltas. Es la vida misma en construcción constante, que se habita con voluntad, con ternura, con coherencia. Si no se puede representar con el ejemplo, entonces, colega, mejor no representar nada.