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miércoles, mayo 14, 2025

¿Cómo están desdibujando la sensibilidad de nuestros niños?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto extremadamente urgente en nuestro presente, a saber, la destrucción sistemática y deliberada de la sensibilidad infantil. Bien sabemos que la infancia es una etapa fundacional de la experiencia humana, pero hoy se encuentra inmersa en un océano digital que, paradójicamente, amenaza con anestesiar su capacidad de asombro y conexión con el mundo real. Plataformas como YouTube y diversos juegos online, diseñados con una astuta ingeniería de la atención, generan en los infantes una adicción voraz, un secuestro de su foco cognitivo que los aísla progresivamente de la riqueza sensorial y emocional de su entorno inmediato. Esta inmersión constante en estímulos virtuales, a menudo carentes de la complejidad y el matiz de la realidad, erosiona su sensibilidad, embotando su capacidad de empatía y su percepción de las sutilezas del mundo que los rodea.

No debemos caer en la ingenuidad de pensar que esta problemática es una mera consecuencia del avance de la tecnología, sino que, como señala el filósofo Byung-Chul Han en su análisis de la sociedad del cansancio, vivimos en una “sociedad del rendimiento”, donde la hiperestimulación y la gratificación inmediata se erigen como valores supremos. Esta lógica se infiltra fácilmente en el diseño de los contenidos digitales dirigidos a la infancia, priorizando la adicción por sobre el desarrollo integral. También, tal y como advierte Sherry Turkle en su obra “Alone together”, la tecnología promete conexión mientras que al mismo tiempo conduce al aislamiento y a una disminución de la capacidad para la intimidad y la comprensión emocional profunda. Concretamente, Turkle sostiene que “hemos creado redes digitales que nos hacen sentir que estamos juntos, pero que en realidad nos están separando” (op. cit. 2011, p.18), indicando con ello que es preciso analizar con atención la desconexión de los seres humanos en general, pero los niños en particular, con su entorno real.

La potencia adictiva de estos entornos virtuales radica justamente en su capacidad para liberar dopamina de manera constante y predecible, generando así un circuito de recompensa que atrapa la joven mente en un ciclo de búsqueda incesante de nuevas notificaciones, niveles superados o videos sugeridos. Esta dinámica, como explica el neurocientífico Michel Desmurget en su obra titulada “La fábrica de cretinos digitales”, tiene consecuencias directas en el desarrollo cerebral infantil, afectando la atención, la memoria, el lenguaje y las funciones ejecutivas. En este contexto, la sobreexposición a las pantallas, según Desmurget, no sólo no enriquece cognitivamente a los niños, sino que empobrece sus capacidades intelectuales y emocionales: “El cerebro de un niño no es el de un adulto en miniatura, y su extrema plasticidad lo hace particularmente vulnerable a las influencias del entorno, incluidas las pantallas” (op. cit. 2020, p. 78), remarcando con ello que la vulnerabilidad de las estructuras cerebrales en desarrollo se acentúa ante la invasión de estímulos digitales diseñados para la captación adictiva.

Incluso si nos remontamos a los padres del pensamiento occidental, como Platón en su diálogo “La República”, ya advertía sobre los peligros de una educación que no cultiva adecuadamente la sensibilidad y la razón. Aunque en un contexto totalmente diferente, la preocupación de Platón por la influencia de las narrativas y los estímulos en la formación del carácter resuena con la actual problemática de la exposición infantil a contenidos digitales no supervisados. Puntualmente, Platón argumentaba que “la educación musical es la más poderosa, porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia el interior del alma y se apoderan de ella con la mayor fuerza, trayendo consigo la gracia y haciendo grácil el alma de aquel que ha sido educado” (Platón, La República, 401d-e). Si extrapolamos esta idea, podemos reflexionar sobre cómo la cacofonía de estímulos superficiales y la falta de armonía en los contenidos digitales pueden estar moldeando las almas jóvenes de manera poco grácil, achatando su capacidad de resonancia emocional profunda.

Filosóficamente hablando, también es fundamental establecer aquí el problema que se suscita ante la urgente necesidad de distinguir entre lo real y lo virtual desde la infancia. La reflexión sobre la naturaleza de la realidad y su distinción de la virtualidad es un debate filosófico que se remonta a los orígenes del pensamiento occidental. Pues bien, para la infancia actual, sumergida en mundos digitales cada vez más adictivos y seductores, esta distinción adquiere una necesidad de urgencia sin precedentes. La facilidad con la que los niños pueden transitar entre la inmediatez tangible de su entorno físico y la abstracción interactiva de las pantallas plantea interrogantes cruciales sobre su capacidad para discernir la naturaleza ontológica de cada uno y las implicaciones de esta confusión en su desarrollo sensible y cognitivo.

Recordemos brevemente a un clásico como Descartes, quien se planteó la cuestión de la certeza del mundo exterior y la posibilidad de la ilusión sensorial: su famoso “Cogito, ergo sum” (“Pienso, luego existo”) establecía una base de certeza en la conciencia individual, pero abría la puerta a la duda sobre la realidad del mundo percibido a través de los sentidos. Pues bien, en el contexto actual esta duda se traslada a la experiencia virtual: ¿son las emociones experimentadas en videojuegos tan “reales” como las sentidas en una interacción cara a cara? ¿Son las consecuencias de las acciones en un mundo virtual tan significativas como las que tienen lugar en el mundo físico? Como siempre les dije a mis alumnos: a diferencia del Mario Bros, aquí se muere una sola vez y se vive una sola vez y, cuando la barra de salud decae, duele de verdad.

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