De docentes a burócratas

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Franklin Cepeda Astudillo

La tarea del docente que ejerce su trabajo en entidades del sistema de educación superior estatal, y en algunos casos particular, se ha visto degradada en función de una plasta de inauditas regulaciones y medidas impuestas en los últimos años desde un poder ejercido de manera vertical, arbitraria y nada dialogante. Saludables principios como el de libertad de cátedra se han visto amenazados, si no es que definitivamente relegados al chiquero de las nobles intenciones; el doctorado, antes que instancia de superación y perfeccionamiento profesional, se ha visto convertido en mero requisito para detentar un cargo, sin que la posesión del título garantice que su portador sea un modelo de excelencia, de profesionalismo ni de elementales virtudes humanas; trabajar en una universidad o su equivalente, vistas estas circunstancias, es ejercer la peor versión de la burocracia, es dedicar casi ningún tiempo a la lectura y al crecimiento personal, es menoscabar las ya de por sí contadas horas que el docente podría dedicar a su familia, descanso, placer  o entretenimiento. Al docente, antes que lecturas o clases de calidad, se le exige una auténtica parva de planificaciones, informes, formularios, declaraciones, soportes físicos y digitales y más adminículos que, en honor a la verdad, no sirven ni para limpiarse el trasero. Y no me llamen vulgar o malcriado si antes no me demuestran en forma palmaria la utilidad de los materiales con cuya exigencia se somete a diario a docentes que, en mejores condiciones, podrían tener un provechoso desenvolvimiento; no, ahora el docente, si conservar su puesto quiere, –sobre todo si es docente de contrato–, debe resignarse al deplorable rol de penitente paria sufridor y condenado a llenar decenas y decenas diarias de folios, a corregir por enésima ocasión documentos a los que les falta una pinche coma, paréntesis o tilde, o a gastar de sus haberes en tinta para impresora y discos compactos cuyos contenidos difícilmente habrá quien revise; no creo que otro burócrata, en este sentido, pueda contar con unas ocho horas diarias para leer, línea a línea, y constatar la corrección de una cantidad de “evidencias” que al conjunto de sus hacedores debe haberle tomado siquiera un centenar de “horas nalga”.

¿Será que el descrito es el mejor camino para llegar a la excelencia? Definitivamente no. Habrá rutinarios, mediocres y peleles que seguramente se han de esmerar y esforzar en elaborar y reunir las famosas “evidencias”; no faltarán los pícaros y falsarios que las forjarán a fuerza de copia y pega o contratarán a quien las forje por ellos; algunos seguro se darán modos para evadir la exigencia… Lástima que no haya una reacción en conjunto de los docentes, y aun de los estudiantes, para poner fin a esta macabra forma de control y esclavitud de nuestro tiempo, que si el común de los docentes dobla nomás el lomo en pos de conservar la fuente de su pitanza, al común de los estudiantes poco habrá de importarle lo que está pasando, mientras al común de los administradores solo les preocupará mantener su cargo al precio de guardar un silencio cómplice o repetir como catarnica un discurso de la excelencia académica en el que ni ellos mismos creen.

La educación superior, a este paso, solo avanza en ruta directa a su autodestrucción.

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