Del Batallón Febres Cordero al caso Fybeca

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Artículo de Opinión Por: Daniel Márquez Soares

Hay un libro, publicado hace más de veinte años, que hoy vale la pena releer. Se trata de “Los Tauras: crónicas de una época violenta”, escrito por Ricardo de la Fuente y Jaime Cedeño. Es probablemente la única investigación seria que se ha hecho sobre uno de los más brutales episodios de la historia nacional reciente: la anarquía criminal a la que descendió Manabí a mediados del siglo XX y su posterior pacificación a manos de la Fuerzas Armadas. La obra, construida a partir de entrevistas con ancianos testigos, archivos de prensa y documentos castrenses, policiales y judiciales, recrea con habilidad la atmósfera de la época.

Dicha provincia costera se había convertido en una tierra sin dios ni ley. Proliferaban las bandas criminales, que hacían lo que querían, especialmente en las zonas rurales. El saqueo de los habitantes y el tráfico de aguardiente alimentaban las finanzas y arsenales de los bandoleros, que encontraban inspiración en el cine mexicano de entonces, repleto de violencia y machismo —las narconovelas de entonces—. No se hablaba aún de sicariato, sino de “matar a destajo”, y los principales criminales acumulaban un prontuario de decenas de asesinatos, a cambio de sumas irrisorias. Las peleas entre familias —que se saldaban con decenas de muertes—, la violencia sexual contra las mujeres y las cobardes emboscadas eran pan de cada día. Imperaban bandas como “Los Tauras” o “La Base Taura”, y eran célebres sanguinarias figuras como “Panchito” Cedeño, Pastor Tuárez o “La Perdiz” Vélez. La cultura popular hablaba de macabros rituales, como beber sangre de los enemigos o aguardiente con sus orejas maceradas, o cocerse oraciones, como amuletos, bajo la piel.

La anarquía alcanzó un grado tan perturbador que el gobierno de Carlos Julio Arosemena se vio obligado, por clamor de la población, a intervenir. En agosto de 1962, llegó el Quinto Grupo de Caballería Febres Cordero —bautizado así en honor al combatiente de la Independencia, antepasado del expresidente—, del Ejército, bajo el mando del mayor Federico Gortaire. La fuerza hizo base en la capital provincial y, durante más de un año, avanzó por el campo manabita restaurando el orden. Se trató de lo que hoy se llamaría una guerra irregular, en la que el Estado empleó todo su poderío militar y sus modernos arsenales contra las indisciplinadas e improvisadas bandas de criminales. Abundan las anécdotas sobre la crudeza de la represión y otros autores, como Rafael Quintero, hablan de 1.500 “asesinados” —aunque sin citar fuentes—.

A la larga, se trató de una operación que gozó de inmenso apoyo y popularidad. El accionar de “La Febres”, como se conoció al grupo, conquistó para la zona una paz que duró varias décadas y, a diferencia de lo que había sucedido en Colombia, logró poner fin a la continuidad de la violencia que había arrancado con la guerra civil entre liberales y conservadores.

Hoy, el argumento propio de los tiempos actuales reza que las causas del crimen son, como todo, materiales. Se supone que uno se torna extorsionador, asesino, sicario o narcotraficante apenas por falta de oportunidades legales para prosperar. Sin embargo, eso no basta para explicar por qué, entonces, existen países ricos más violentos que otros, o por qué un país como el Ecuador era, en décadas pasadas, mucho menos violentos pese a ser considerablemente más pobre.

Para ello quizás es necesario también recurrir a una explicación moral. La violencia es una tentación, una debilidad de carácter, una especie de idioma por el que los seres humanos optamos, racionalmente, cuando podemos hacerlo impunemente. Ante ello, el Estado debe cada cierto tiempo imponer el orden, lo cual implica usar la fuerza contra aquellos elementos que no están dispuestos a acatarlo. Si no lo hace, la supervivencia estatal es imposible. La historia del mundo está llena de casos —desde las misiones punitivas de la República romana contra los piratas hasta el fin de la epidemia del opio a manos de Mao Zedong en China— en que los Estados, para sobrevivir, tuvieron que poner fin a ciertas costumbres a la fuerza. En Ecuador, Carlos Julio Arosemena no fue el único en hacerlo; Vicente Rocafuerte tuvo que, a punta de fusilamientos, erradicar la cultura de violencia y abuso que las décadas de guerras independentistas —con la consiguiente soldadesca descontrolada— habían impuesto. García Moreno, para salvar a lo que hoy llamamos Ecuador, necesitó apelar a la fuerza para poner freno a la brutal amoralidad que se apropia de los países cuando amenazan con descomponerse. En las últimas décadas del siglo pasado, en el mayor momento de debilidad del Estado ecuatoriano y rodeados de guerras civiles y narcotráfico, la fuerza pública también necesitó emplear la resuelta violencia en varias ocasiones, y el resultado fue un país inexplicablemente pacífico.

Quizás algunos piensen que lo que Ecuador requiere hoy, para restaurar el orden, es justamente algo similar a lo que en su momento se hizo en Manabí. Pero se trata de una posibilidad remota. El Estado ecuatoriano insiste en avanzar en la dirección contraria. En estos días, coincidencialmente, se acaba de sentenciar el llamado “Caso Fybeca”, que en la práctica ha sido, como tantos otros, un juicio ideológico contra la política criminal que mantuvo el país a finales del siglo pasado e inicios de este, y contra sus actores más emblemáticos. ¿Qué habría pasado si se hubiese juzgado con la misma vara y bajo la misma sofisticada doctrina a los soldados de “La Febres”?

El Estado ecuatoriano sigue descomponiéndose lentamente, abrazando ideas que conducen a su autoaniquilación. Hace exactamente lo opuesto a lo que hacen los estados vigorosos, convencidos de su misión civilizadora y pacificadora./ La Hora

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