Por: Lisandro Prieto Femenía
“La verdad es el todo. El todo, empero, es solo la esencia que se completa mediante su desarrollo. De lo Absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que solo al final es lo que es en verdad; y en ello justamente estriba su naturaleza, que es la de ser real, sujeto o devenir de sí mismo.”
G. W. F. Hegel, Fenomenología del Espíritu, Prefacio
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre la encrucijada en la que se encuentra el pensamiento contemporáneo occidental, en la cual se libra una batalla que ya no es silenciosa y es decisiva entre dos paradigmas que moldean nuestra comprensión del mundo: la racionalidad moderna, con sus cimientos en la Ilustración y su apoteosis en el idealismo hegeliano, y la patética deconstrucción posmoderna, que ha declarado la muerte del sujeto, del metarrelato y, en última instancia, de la propia verdad. Este contraste no es meramente académico, puesto que define nuestra capacidad para construir sentido, articular proyectos colectivos y, en definitiva, ejercer una existencia auténtica en un mundo cada vez más fragmentado.
Recordemos por un instante que la modernidad, en su afán de emancipación, apostó por la razón como faro y brújula. En este trayecto, la filosofía de Georg Wilhelm Friedrich Hegel aparece como la culminación más ambiciosa del precitado mega proyecto. Para él, la historia no es un caos sin rumbo, sino un despliegue dialéctico de la Razón (sí, con mayúsculas), el Espíritu (sí, también, con mayúsculas) que se autoconoce y se realiza a través de las contradicciones. Su sistema representa una apuesta audaz por la coherencia y la totalidad, donde cada contradicción (tesis y antítesis) es superada en una síntesis que eleva el conocimiento y la libertad a un nivel superior. Seguramente, muchos de ustedes habrán escuchado alguna vez esta máxima: “Lo racional es real y lo real es racional” Hegel, G. W. F. (2004). Filosofía del Derecho. Trad. A. Toledo, B. Navarro, y C. Ruiz. México: Editorial Porrúa, p. 19). Pues bien, esta afirmación, a menudo malinterpretada y reacondicionada como una justificación del statu quo, en realidad pone el foco sobre la convicción de que la realidad posee una estructura inteligible y que la razón tiene la capacidad de aprehenderla y transformarla.
Para comprender la magnitud de la apuesta hegeliana, es crucial desentrañar su célebre concepto de dialéctica. Lejos de ser una fórmula abstracta, la dialéctica es el motor mismo del progreso y el conocimiento. Imagínense una conversación, no entre dos personas, sino entre ideas o estados de cosas. Comienza con una afirmación, una tesis (por ejemplo, la idea de la libertad individual sin restricciones). Esta tesis inevitablemente genera su opuesto, su contradicción o antítesis (la necesidad de orden social y límites para la convivencia pacífica). De la confrontación entre estas dos fuerzas, surge una nueva comprensión, una síntesis, que no anula a las anteriores, sino que las integra y las eleva a un nivel superior (una libertad que se realiza dentro de un marco de leyes y normas sociales). Este proceso no se detiene; la síntesis se convierte a su vez en una nueva tesis, impulsando un ciclo continuo de desarrollo y perfeccionamiento.
Pero, ¿dónde entra la comunidad en esta danza de la razón? Para Hegel, la dialéctica no opera en el vacío de la mente individual. La verdadera realización de la razón, y por ende, de la libertad, se produce en el seno de la vida social y política. La comunidad, el Estado, las instituciones, no son meros agregados de individuos, sino la materialización de la eticidad (lo que él llama Sittlichkeit), y representan el lugar donde las tensiones entre libertad individual y las exigencias universales se reconcilian. Es en la interacción con los otros, en las normas y costumbres compartidas, en las leyes que la propia comunidad se da a sí misma, donde el individuo se reconoce plenamente y alcanza una libertad concreta, no meramente abstracta. En pocas palabras, la razón se encarna y se despliega históricamente a través de las formas de la vida colectiva. Consecuentemente, la libertad no es simplemente la ausencia de coacción externa, sino la capacidad de actuar conforme a una voluntad racional que se ha formado y se ejerce dentro de un entramado social.
Este “optimismo racionalista”, sin embargo, chocó de frente con las catástrofes del siglo XX y la emergencia de las corrientes filosóficas posmodernas, diletantes, pedantes y ociosas a la hora de pensar. La deconstrucción, especialmente en la obra de Jacques Derrida, no sólo cuestionó los grandes relatos, sino que intentó desmantelar la noción misma de fundamento, origen y presencia. Al declarar que “no hay nada fuera del texto” (Derrida, J. (1998). De la gramatología. Trad. Óscar del Barco. México: Siglo XXI, p. 203), pretendió disolver la posibilidad de una realidad externa a las interpretaciones y los lenguajes, llevando al extremo la sospecha sobre cualquier intento de totalización o verdad universal. En este marco, la dialéctica hegeliana, con su demanda de síntesis y superación, fue vista por estos charlatanes como una forma de totalitarismo intelectual, una “violencia” sobre la diferencia y la multiplicidad.