Por: Paco Moncayo Gallegos
La democracia es el único sistema que puede mejorarse y, al hacerlo, legitimarse frente a transformaciones que afectan a la sociedad cada vez más aceleradamente. En la actualidad, conforme a la normatividad constitucional y legal, en nuestro país rige un sistema de democracia participativa, modelo que combina formas de democracia directa o plebiscitaria, de representación y de participación ciudadana. La de representación es el campo de competencia de los partidos políticos; la de participación, es el ámbito de acción de la ciudadanía organizada, precisamente para superar las limitaciones de la primera. Lastimosamente, los políticos se han apoderado de las instituciones creadas para hacer posible esta democracia de mayor calidad, convirtiéndolas en un botín
La Constitución atribuye a los ciudadanos el derecho a participar individual y colectivamente para, de manera protagónica, ser parte de la toma de decisiones, planificar y gestionar los asuntos públicos y, especialmente controlar a todos los niveles de gobierno y todas las funciones e instituciones del Estado.
Paralelamente, la Carta Magna crea una función de Transparencia y Control social con un Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, actualmente de elección popular, responsable de designar a los titulares de los demás organismos, que se ha convertido en el campo de disputa de los políticos que buscan controlarlo para incrementar su poder y, en muchos casos, lograr la impunidad.
El sistema de participación, al margen de la opinión de quienes aseguran que fue creado como parte de una estrategia del modelo autoritario, del mal llamado socialismo del siglo XXI, para tomar el control total del aparato estatal y perpetuarse en el poder, realmente ha fracasado y se ha convertido en un factor de alto riesgo, cuando el Estado ha sido cooptado en sus áreas más sensibles por el crimen organizado transnacional y presiona para colocar en los organismos de control a personas que les aseguren la impunidad.
Los procesos escabrosos de los nombramientos del Defensor del Pueblo y del presidente del Consejo de la Judicatura, confirman las más pesimistas presunciones y obligan a emprender reformas constitucionales profundas que corrijan esta situación./ La Hora