En medio de la dinámica acelerada de las ciudades, pocas veces nos detenemos a pensar de dónde provienen los alimentos que llegan a nuestras mesas. En la Sierra central no solo siembran y cosechan, sino que también preservan prácticas ancestrales, mantienen vivas las tradiciones de la tierra y aportan a la seguridad alimentaria del país. Sin embargo, paradójicamente, son quienes menos reconocimiento reciben y, en muchas ocasiones, quienes enfrentan las mayores dificultades: bajos precios de sus productos, falta de acceso a créditos justos, intermediación abusiva y la amenaza del cambio climático que golpea con sequías e inundaciones.
Valorar al campo significa mucho más que agradecer. Implica políticas públicas claras de apoyo, vías en buen estado para transportar la producción, acceso a tecnología, capacitación y condiciones dignas para que la juventud rural no se vea obligada a migrar. Significa también que, como consumidores, aprendamos a preferir lo local, a reconocer que detrás de cada quintal de papa, cada litro de leche o cada racimo de hortalizas, existe una familia cuya vida depende de que el producto llegue a su justo precio.
La Sierra central no es únicamente un paisaje que adorna postales; es un motor de vida que alimenta y sustenta a las ciudades. Honrar a nuestros agricultores y ganaderos es un deber social, económico y cultural. Sin campo no hay ciudad, y sin justicia para quienes lo trabajan, no habrá futuro sostenible para nadie.
Ecuador, con sus fértiles valles y montañas, es el corazón productivo que sostiene a miles de familias urbanas, gracias al esfuerzo silencioso de agricultores y ganaderos que día a día trabajan bajo el sol, la lluvia y el frío andino.