Apropósito de que en días anteriores de este mes (el 17), se recordó el Día Mundial del Peatón, es pertinente reflexionar sobre la realidad que en nuestras ciudades, el tránsito vehicular ha crecido de manera acelerada, pero en ese proceso la figura más vulnerable y a menudo más olvidada ha sido el peatón. Aunque las normativas de tránsito lo reconocen como el actor prioritario en la movilidad urbana, la realidad diaria refleja una situación muy distinta: aceras ocupadas por comercio informal, autos estacionados en zonas prohibidas, pasos cebra invisibles y una falta generalizada de respeto hacia quienes caminan.
El derecho del peatón no se limita a “cruzar la calle con seguridad”; implica también contar con espacios dignos para desplazarse, aceras accesibles, señalización adecuada, iluminación y respeto de los demás actores viales. No se trata de un privilegio, sino de una garantía básica de movilidad y de protección a la vida, pues caminar es el modo más elemental y universal de transporte.
La problemática es estructural. Por un lado, la cultura vial privilegia al conductor y coloca al peatón en una posición subordinada. Por otro, la infraestructura urbana sigue diseñándose más para los autos que para las personas. De esta manera, se reproduce un círculo de riesgo e inseguridad: accidentes de tránsito que involucran peatones siguen siendo una de las principales causas de muertes en las ciudades de América Latina.
Defender el derecho del peatón significa repensar la ciudad desde la perspectiva de la movilidad sostenible. Requiere campañas de educación vial, sanciones efectivas a quienes irrespetan pasos peatonales, pero sobre todo políticas públicas que prioricen la construcción de aceras amplias, rampas accesibles, zonas seguras para el cruce y espacios urbanos que inviten a caminar.
Es momento de reconocer que garantizar los derechos de los peatones no es un simple gesto de cortesía ciudadana: es una obligación del Estado y una responsabilidad compartida de la sociedad. Las calles deben ser lugares para convivir, no espacios de riesgo donde la fragilidad del caminante quede a merced de la imprudencia de conductores de vehículos motorizados, especialmente autos y motos. En última instancia, respetar al peatón es respetar la vida. Y en esa premisa debería comenzar toda política seria de movilidad urbana.