En pocos años, las redes sociales han pasado de ser espacios de entretenimiento y conexión personal a convertirse en actores fundamentales en la construcción de la opinión pública. Hoy, basta con un tuit o un video viral para encender un debate nacional, movilizar a miles de personas o poner en jaque a una figura pública.
La lógica tradicional de la comunicación ha cambiado. Antes, los medios masivos dictaban la agenda; ahora, esa agenda se construye también desde los teléfonos móviles. Cualquier ciudadano puede emitir su opinión, denunciar, respaldar o rechazar, y su mensaje puede alcanzar a millones sin necesidad de un micrófono o una cámara profesional.
Este fenómeno tiene un rostro positivo: las redes democratizan la voz, abren espacios para causas que antes eran silenciadas, y han demostrado ser herramientas efectivas para la organización social y la fiscalización ciudadana. Casos como el movimiento #MeToo, campañas de concienciación ambiental o luchas por derechos civiles han cobrado fuerza gracias al impulso digital.
Sin embargo, este poder no está exento de sombras. Las redes sociales también han sido terreno fértil para la desinformación, la manipulación emocional y la polarización. La inmediatez, el anonimato y los algoritmos que priorizan la viralidad por encima de la veracidad han debilitado el debate informado. En muchos casos, la mentira viaja más rápido que la verdad.
Como sociedad, enfrentamos el reto de encontrar un equilibrio. Las redes no son enemigas de la democracia, pero tampoco deben sustituir al pensamiento crítico ni al periodismo serio. Los ciudadanos debemos asumir un rol activo y responsable: contrastar fuentes, no compartir sin verificar, y recordar que detrás de cada pantalla hay otra persona.
El poder de las redes sociales en la opinión pública es innegable. Lo importante ahora es decidir cómo queremos que ese poder sea usado: ¿cómo herramienta de construcción colectiva o cómo arma de desinformación? La respuesta, en buena parte, depende de cada uno de nosotros.