Por: Franklin Barriga
En el tren bala, que en Japón llaman shinkansen nozomi, se recorre en menos de cuatro horas los 816 kilómetros que existen entre Tokio e Hiroshima.
La atracción principal que conlleva esta última urbe, es el renombre que adquirió, por haber sido el blanco de la primera bomba atómica que se lanzó a un centro poblado, el 6 de agosto de 1945 y que dejó, al instante, un saldo de más de cien mil muertos, devastación completa y otros efectos que aún se sienten.
En el centro del Parque Memorial, Monumento Universal de la Paz, se proyecta el mensaje para que el ser humano busque siempre la abolición de las armas de destrucción masiva. Se conserva un edificio en ruinas -denominado la Cúpula de la Bomba Atómica-, el único que permaneció parcialmente de pie, por cuanto se hallaba más abajo de la onda expansiva que arrasó con casi todo lo existente. Quien llega a conocer ese lugar, se estremece y aprecia el imponderable valor de la concordia.
Tres días después de lo acontecido en Hiroshima, cayó en Nagasaki otra bomba similar, con efectos más letales. La Segunda Guerra Mundial concluyó de esta manera. Si ello sucedió hace 80 años, es de imaginarse el poderío nuclear que hoy existe y que no puede estar en manos de quienes fomentan el terrorismo.
Frente a los hechos que iban escalando, en la “guerra de los doce días” entre Israel e Irán, Antonio Guterres, secretario general de la ONU, dijo que se trata de un conflicto en el que está en juego el futuro de la humanidad, lo que hace recordar estas palabras atribuidas a Einstein: “No sé con qué armas se peleará la tercera guerra mundial, pero la cuarta será con palos y piedras”. El riesgo fue dantesco: el fin del mundo, si la guerra se globalizaba, por ello se destaca la tregua -que se anhela no sea frágil- que impuso el presidente Donald Trump.