Por: Sofía Cordero
La movilización popular ha sido, a lo largo de la historia, un recurso político ambivalente: puede ser la herramienta con la que los poderosos se apuntalan en el poder, o el arma con la que los pueblos limitan los abusos y conquistan derechos. Desde el peronismo en Argentina hasta el chavismo en Venezuela o las coreografiadas concentraciones fascistas en Italia y nazis en Alemania, los proyectos populistas y autoritarios de izquierda y de derecha han encontrado en las multitudes un escenario de legitimación. Los gobiernos muestran músculo en las calles para demostrar fuerza frente a opositores y amedrentar instituciones.
Ecuador no es ajeno a esa lógica. El actual Gobierno ha recurrido a la movilización como espectáculo de poder: primero, con una marcha contra la Corte Constitucional —una señal inquietante de intimidación institucional—; ahora, con una convocatoria en Guayaquil bajo el rótulo de “justicia y paz”. No importa que el discurso se revista de buenas intenciones: el recurso es el mismo que utilizaron Mao en China o Rafael Correa en su momento. La calle convertida en vitrina de obediencia.
Pero a la par, la historia también ha mostrado cómo las calles pueden ser el espacio desde el cual se abren horizontes democráticos: ahí están las marchas del movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos, las movilizaciones que, en el Este de Europa y en América Latina, sostuvieron transiciones hacia la democracia. Cuando las poblaciones de Azuay y Cuenca se levantan contra el proyecto minero Loma Larga en Quimsacocha, lo hacen para poner límites al poder, para frenar corrupción e injusticias, para defender el agua. Esa movilización busca garantizar condiciones de vida dignas para el presente y el futuro.
Ahí está la diferencia crucial. La movilización desde arriba intenta blindar al poder; la que surge desde abajo abre grietas en los muros de la arbitrariedad. La historia enseña que, sin esas irrupciones autónomas, ninguna democracia se profundiza y ningún derecho se conquista de verdad.