Por: Wellington Toapanta
Trinos de diversa escala suenan alrededor de la “soberana” Corte Constitucional, establecida en octubre de 2008. De origen escabroso, de cuando fueron defenestrados quienes integraban el Tribunal de Garantías Constitucionales a ritmo de fuerzas de choque orquestadas desde Carondelet, del que salieron sus sustitutos y con su anuencia se autoconsagraron jueces de la Corte Constitucional para proteger la ‘revolución’, su Constitución.
Ese ‘relevo’ derivó en jugoso gasto fiscal por indemnizaciones dispuestas por la justicia internacional; las credenciales de la Corte albergan aviesas manchas, ya de “Corte cervecera”, de arbitraria reformadora de la Constitución (matrimonio igualitario), de inductora de déficits fiscales por favorecer aumento de sueldos sin financiamiento, de cierre de los campos petroleros ITT, del turbio juicio político al entonces presidente Guillermo Lasso.
Sigue la lista de fallos que riñen con discursos de ser “árbitra de la democracia”; su control civil y penal es magro: en lo penal pueden ser imputados por Fiscalía General, procesados por la Corte Nacional de Justicia con voto conforme de sus dos terceras partes. La destitución de sus miembros deciden las dos terceras partes de la Corte Constitucional. ¿Enroque?
Por principio, el juicio político es un tipo penal que se tramita, políticamente, en la Función Legislativa, por cohecho, peculado, etc., como aquello de la compra de muñecas de trapo (León Febres Cordero-Carlos Feraud Blum), asociación ilícita (Roberto Gómez-Jorge Glas), procedimiento no pocas veces desfigurado desde 2008.
Festeja, en silencio, el correísmo por el tropel de defensores del bodrio de Montecristi, adversario de inversión productiva, sostén del sistemático proceso de iliquidez del IESS, de la inseguridad, del mercado libre de estupefacientes, de restricciones a la soberanía popular, del sistema impuesto en el 2008, del que la Corte es máxima celadora. Imperativa es una Constitución lógica, no parches.