Por: Beatriz Viteri Naranjo
En el sistema educativo los docentes han sido históricamente considerados actores fundamentales en el proceso de formación y transformación social; sin embargo, en las últimas décadas, ha emergido un fenómeno preocupante que suele permanecer invisibilizado o minimizado, la violencia ejercida por estudiantes hacia sus propios maestros. Esta problemática no solo afecta la integridad física y emocional de los educadores, sino que pone en evidencia una grave incomprensión social e institucional hacia su situación.
Cuando se habla de violencia en el entorno escolar, generalmente se enfoca en la violencia entre estudiantes o hacia ellos por parte de adultos; pero, pocas veces se reconoce que los docentes también pueden ser víctimas de agresiones verbales, físicas, psicológicas e incluso digitales por parte de los propios estudiantes.
Este tipo de violencia se ve agravado por la falta de empatía que muchas veces rodea al educador afectado; la sociedad tiende a juzgar con rapidez, generalmente culpando al docente por “no saber manejar al grupo” o “no tener vocación”, ignorando todo lo que esos profesionales enfrentan en el día a día.
Los establecimientos educativos deben ser espacios democráticos de ejercicio de los derechos humanos y promotores de la cultura de paz, transformadores de la realidad, transmisores y creadores de conocimiento, promotores de la interculturalidad, la equidad, la inclusión, la democracia, la ciudadanía, la convivencia social, la participación e integración social.
A pesar de la existencia de un marco jurídico protector de derechos, la realidad que viven muchos docentes en Ecuador es muy diferente; cuando se presentan casos de violencia, el procedimiento para denunciar puede resultar engorroso, lento y emocionalmente desgastante.
De otra parte, existe una percepción generalizada de que el estudiante debe ser protegido a toda costa, lo cual, si bien es un principio legítimo, ha llevado en algunos casos a una sobreprotección que deslegitima la autoridad del maestro. Esta situación puede generar un ambiente donde los docentes se sientan abandonados y desprovistos de herramientas efectivas para garantizar su seguridad y dignidad.
La violencia estudiantil contra los docentes no solo deja marcas físicas o administrativas, sino también heridas emocionales profundas; el miedo, la ansiedad, la depresión y el estrés crónico son comunes en docentes que han sido víctimas de agresión. Además, se afecta la autoestima profesional y la vocación, aspectos esenciales en una labor tan humana como la docencia.
Sin duda, el primer paso hacia una solución es reconocer que la violencia estudiantil hacia los docentes existe y que tiene consecuencias graves; generar conciencia para promover el respeto hacia el educador, sensibilizando a estudiantes y padres de familia sobre la importancia de mantener relaciones armónicas y basadas en el respeto mutuo.
Los padres de familia tienen un rol fundamental en la formación y el comportamiento de sus hijos, y su involucramiento en los procesos de convivencia escolar debe ser constante y activo; porque, proteger al maestro no es solo un acto de justicia, sino una inversión en el futuro de la educación y, por ende, del país.
La violencia en las aulas debe ser enfrentada con firmeza y sensibilidad, garantizando ambientes, donde tanto estudiantes como docentes, puedan convivir en armonía, respeto y mutuo crecimiento.