Por: Jorge García Guerrero
No es novedad que la población ecuatoriana crece cada vez más lento ni que nos hemos convertido en una nación de adultos. Lo supimos en 2010, cuando nos advirtieron que el bono demográfico duraría hasta 2030, fecha que entonces parecía lejana. En 2022, el nuevo censo dibujó un mapa con más adultos mayores, hogares más pequeños y una creciente representación de mujeres.
Lo que es nuevo —y urge entender— es la velocidad de los cambios. Pronto, incluso los más despistados empezarán a notar sus efectos. Reaccionarán tarde y mal, como antes lo hicieron en la pandemia, los apagones o la reciente crisis del agua. El problema es que se pasan con el devocionario en la mano en lugar de analizar los registros elaborados por quienes pretenden despedir al final de cada viernes, vía Quipux y sin mirar a los ojos.
Si leyeran descubrirían por qué, entre 2015 y 2024, disminuyeron en 67.599 los nacimientos, cambiando la tasa de natalidad de 17,89 a apenas 12,01 nacimientos por cada mil habitantes. Una caída que supera en tamaño a la población del 77,4% de los cantones del país, incluidas capitales como San Cristóbal, Morona y Zamora, o la de cualquier cantón lojano, salvo su capital.
Con mirar esos registros sabrían que, hace diez años, la edad más común de las madres era 26 años y hoy alcanza los 30; o que el número de matrimonios cayó un 11%, ubicando las causas del descenso de la natalidad en la decisión soberana de las mujeres al priorizar su desarrollo educativo y laboral antes de planificar un primer hijo y, al posponer —o descartar— el matrimonio.
No se trata de fomentar la natalidad, sino de asumir cómo la demografía transformó los territorios y planteó nuevos desafíos como generar empleo de calidad, adaptar el sistema de salud y reconstruir un modelo de previsión capaz de sostener a una población que envejece sin reemplazo. Lo cierto es que el futuro traerá menos cunas y, ojalá, menos dogmas; así que a trabajar más y predicar menos.