Por: Sofía Cordero
Cuando el flamante asambleísta de 19 años fue sorprendido dibujando en su cuaderno durante una sesión legislativa, quizás nadie esperaba que este hecho revelara algo mucho más grave: la facilidad con la que los jóvenes son convertidos en instrumentos de intereses ajenos, sin preparación ni conciencia de lo que representan.
Mientras en los barrios populares el crimen organizado recluta adolescentes que apenas distinguen entre una pistola y un celular, en la política se reclutan jóvenes y les entregan curules y micrófonos para hacer de ellos “nuevas caras”. Cambian los escenarios, pero la lógica es la misma: obedecer, aparentar, cumplir con la función asignada.
Este joven legislador al menos no intentó fingir que estaba listo para el cargo. Otros, más viejos, simulan atención, repiten discursos que no entienden, levantan la mano y sonríen cuando la cámara los enfoca. Él, en cambio, dibuja. Y ese simple acto nos mostró sin quererlo la dimensión de nuestra crisis: un muchacho sentado en un cargo que le queda inmenso, empujado ahí por los intereses de su entorno.
Su familia, al parecer, entiende bien el juego: si hay puestos que repartir, que queden en casa. El nepotismo no es un escándalo, es una herencia.
Este episodio debería dejarnos una lección incómoda: detrás de la anécdota se esconde algo más profundo. Ese joven, lanzado a una función pública sin educación política, sin experiencia ni formación, no necesariamente está condenado al fracaso; de hecho, puede incluso “triunfar” en los términos de esta política superficial, donde el aplauso fácil y la popularidad vacía valen más que la preparación. Pero ese supuesto éxito es, en realidad, la derrota de la política misma. Porque cuando los cargos públicos se entregan como premios familiares o trofeos juveniles, lo que se alimenta no es el relevo generacional, sino la reproducción de un sistema hueco, sin sustancia ni dirección. La política pierde su razón de ser y el país, su rumbo. El resultado siempre es el mismo: todos perdemos.