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sábado, agosto 2, 2025

Palabra Expedita Francisco

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Por: Iván Menes Aguirre

Hace cien días murió el papa Francisco, en Roma, la ciudad a la que llevan todos los caminos. Hace cien días, por varios motivos, dejé de escribir esta columnita semanal, la cual retomaré gustoso gracias a la generosidad de este medio. En cien días me han pasado muchas cosas, la mayoría felices, pero eso es vals para otro baile. Hoy quiero escribir sobre algo que lleva rondando mi mollera desde hace cien días, específicamente desde la mañana del 21 de abril de este año, cuando amanecimos con la triste noticia del fallecimiento de Francisco.

Mi relación con la religión no es la más fértil, pues soy agnóstico. Estudié en un colegio católico los trece años que duran la primaria y la secundaria y hasta me consagré con los sacramentos de iniciación. No sé muy bien cuándo dejé de creer, no tanto en la posibilidad divina, sino en la Iglesia y sus dogmas, pero con seguridad fue durante el bachillerato, esa estancia juvenil en la que transcurre la adolescencia febril. Lo cierto es que, además de las elucubraciones que derruían mi fe, hubo siempre un elemento que me desencantó del catolicismo: esa intolerancia propia del que se aferra a la tradición y es inflexible ante la complejidad de la realidad. Recuerdo vivamente a un profesor que de puertas afuera se las daba de progresista, predicando el mensaje de Francisco, a quien decía admirar, pero que, dentro de las aulas, era profundamente integrista, al punto de que buscaba ridiculizar a quienes pensábamos distinto.

Sin embargo, la otra cara de la moneda son los religiosos como Francisco. El papa argentino fue, ante todo, la proyección de un hombre bueno que predicaba con el ejemplo. Más allá de su sencillez en un mundo lleno de fastuosidad y petulancia, quien fuera el vicario de Cristo se encargaba constantemente de esparcir un mensaje de amor e inclusión. Francisco decía que Jesús nos ama a todos, incluyendo a quienes han sido históricamente marginados: presos, homosexuales, menesterosos, migrantes, mujeres. No se rodeaba de poderosos ni ricos, a quienes criticaba con aguda precisión, sino de los humildes y los olvidados, a quienes visibilizó y empoderó durante su pontificado.

Tengo en la mente varias imágenes de Francisco, como cuando consoló, con su sonrisa angelical, a un niño que, inmerso en lágrimas desoladoras, le preguntaba preocupado si su padre, un hombre ateo y bueno, tendría acceso al cielo o no dada su ausencia de fe. Recuerdo también su formidable sentido del humor, sus gracias con los fieles en los patios de la Plaza de San Pedro, donde bromeaba de fútbol, comida o política. No obstante, la imagen que para mí mejor cristaliza el legado de Francisco es la de sor Genevieve Jeanningros llorando junto a su ataúd, rompiendo el sacro protocolo para apostarse al lado de su gran amigo: en medio de una marea de gentes potentadas como príncipes y presidentes, apareció el reflejo de las personas a quienes Jorge Mario Bergoglio sirvió en la vida terrenal.

Gracias por todo, Francisco. Te recordaré siempre y, aunque no crea, intentaré seguir tu ejemplo en un mundo turbado por el egoísmo y el odio. Hasta siempre.   

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