Por: Iván Menes Aguirre
El posicionamiento de un demócrata respecto a lo que sucede en Venezuela debe ser claro: aquel país experimenta una dictadura férrea, cuya ignominiosa herencia de destrucción generalizada ha provocado un éxodo sin precedentes. Considerando lo anterior, que el correísmo siga defendiendo con ahínco al régimen de Maduro resulta penoso, pues antepone supuestas afinidades ideológicas a la defensa de los valores democráticos. Por otro lado, cabe recalcar que la democracia exige ser defendida en todo contexto y no solo cuando es ideológicamente conveniente: cualquier tipo de atropello, como el vulnerar la normativa electoral, debe ser condenado sin vacilación.
La entrevista de Fernando del Rincón y Luisa González denota la complicidad entre el correísmo y la dictadura venezolana. González, acorralada por la notable insistencia del periodista, procuró esquivar los interrogatorios sobre la naturaleza del régimen de Maduro. Con muletillas tangenciales como el reconocer el “derecho a la autodeterminación de los pueblos” o fustigar a Estados Unidos por la relación del país con autoritarismos afines, González evadió la cuestión de fondo, que era condenar a un gobierno traspasado por la violación sistemática a los derechos humanos y la cooptación de todos los poderes. El contubernio entre el correísmo y la dictadura de Venezuela vuelve a esta corriente política indolente ante la diáspora de millones de refugiados, la persecución incesante contra la oposición y la represión de los agentes de Maduro cada vez que los ciudadanos se lanzan a las calles exigiendo libertad. A su vez, este nexo permite como mínimo dudar sobre la vocación democrática de Correa y sus cercanos, incluyendo al binomio de su tendencia que hoy aspira a llegar a Carondelet. Por otra parte, criticar el accionar autoritario de la derecha no significa ser cómplice de las dictaduras de izquierda. La defensa de la democracia va más allá de una postura ideológica; es, en esencia, el respeto por una serie de principios y prácticas de limitación del poder. Se puede criticar con paroxismo las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela y, al mismo tiempo, ser contestatario ante actitudes autoritarias en El Salvador o en latitudes todavía más cercanas. Hacer esto último no lo convierte a uno en un “izquierdista” o, peor aún, en un “correísta”. Sin embargo, reprobar a autoritarismos autodenominados de izquierda como los de Maduro y, al mismo tiempo, avalar regímenes de derecha como el de Pinochet en Chile, solo revela una profunda deshonestidad política y, en cierto modo, cierta hipocresía intelectual.