Por: Lisandro Prieto Femenía
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre ese oscuro resentimiento que emerge de la comparación permanente con los otros, que ha sido un tema recurrente tanto para la filosofía, la teología, la psicología e incluso la sociología, a saber, la envidia. Identificada desde la antigüedad como un vicio corrosivo, la envidia no solo se encarga de minar las posibilidades de la felicidad individual auténtica, sino que también socava las bases de la convivencia ética y social. La idea de hoy es que podamos pensar sobre el por qué de la envidia en tanto un modo de vida penoso y decadente, a los fines prácticos de resaltar la importancia de la superación de esta emoción mezquina en pro de una vida moralmente digna y humanamente plena.
Como siempre sostenemos, nada viene de la nada, motivo por el cual no podemos obviar que en la tradición judeocristiana, la envidia es uno de los siete pecados capitales más reprobables. Santo Tomás de Aquino llega a definirla como la “tristeza por el bien del prójimo” (Summa Theologiae, II-II, q. 36), indicando con ello su carácter preponderantemente destructivo en tanto que no sólo daña al individuo que la experimenta, sino que también atenta contra la comunidad al instaurar un modo de vida social individualista y mala leche, naturalizado por doquier por una ética asquerosamente mezquina que se sustenta en el lema “te quiero ver bien, pero nunca mejor que yo”.
Complementariamente, esta conceptualización teológica puede enriquecerse con perspectivas filosóficas como, por ejemplo, la de Nietzsche, quien en su “Genealogía de la moral” sostiene que la envidia puede adoptar formas de resentimiento en sociedades débiles que no buscan superar sus propias limitaciones, sino que pretenden rebajar a aquellos que consideran superiores. Esta actitud, para éste autor, se trata de una clara renuncia a la vida auténtica y a la afirmación de uno mismo: “necesito que te vaya mal para que no se note lo mediocre que soy”, sería su traducción al criollo.
Asimismo, desde una perspectiva existencialista, podríamos indicar que se trata de un modo de alienación. Al respecto, Sartre explica, en su obra “El ser y la nada”, que vivir en función de la mirada del otro nos condena a una estado de “mala fe”: envidiar lo que el otro tiene es, en última instancia, una negación de nuestra propia libertad y capacidad de crear sentido. Desde este enfoque, queda claro que la vida del envidioso se encuentra vacía de proyecto personal puesto que su existencia gira, tristemente, en torno a lo que carece, a lo que no puede ser y a la frustración que les causa que para otros, sí sea. Tampoco podemos olvidar al gran Aristóteles, quien también advirtió sobre este sentimiento en su “Ética a Nicómaco”, clasificándolo como una pasión que no contribuye en absoluto a la virtud, sino al vicio decadente. Tengamos en cuenta que para este filósofo, la virtud de la magnanimidad, en cambio, consiste en alegrarse del éxito ajeno y desear el bien común, una postura que enriquece tanto al individuo como a la sociedad en general.
En términos estrictamente sociales, la envidia no hace otra cosa que perpetuar dinámicas de desigualdad, inequidad, injusticias y conflictos. Sobre esto en particular, Slavoj Žižek reflexionó en sus análisis exhaustivos sobre el capitalismo, señalando que la cultura contemporánea exacerba la envidia al fomentar una competencia desmedida y pornográficamente exhibicionista. Junto con este aporte, recordemos el concepto de “sociedad del espectáculo” de Guy Debord, quien acertadamente sostenía que esa forma de vida convierte la felicidad y el éxito ajenos en objetos de consumo visual que, paradójicamente, generan frustración, resentimiento y odio por aquellos ciudadanos que andan flojos de papeles morales y éticos.
Consecuentemente, desde una perspectiva política, la envidia es un peligro porque puede convertirse en una herramienta de manipulación. Recordemos también el aporte de George Orwell en su “Rebelión en la granja”, donde muestra cómo los líderes autoritarios explotan el resentimiento de las masas ignorantes y violentas hacia los más afortunados para consolidar su poder. En este sentido, la envidia no es solamente un sentimiento corrosivo per se, sino un arma de control social al servicio del tirano mediocre de turno. Frente a esta oscura emoción, y las consecuencias que hemos intentado ilustrar lo más sintéticamente posible, Baruch Spinoza en su “Ética” propone superar los efectos negativos a través de la razón: la envidia es irracional, porque implica desear el mal ajeno, algo que no puede contribuir a nuestro propio bienestar. Por el contrario, la alegría y el amor hacia el otro generan una expansión del ser y una armonía con la naturaleza misma de nuestra existencia.
Lejos de ser una suma cero, el éxito de los demás y el propio pueden, y deben, contribuir al progreso colectivo. La envidia surge, justamente y en gran medida, de la percepción errónea de que el bienestar es un recurso limitado y que el éxito de otros se logra a expensas del nuestro. Sin embargo, tanto la filosofía como el análisis social crítico y económico desmienten esta noción, mostrando que una sociedad prospera cuando más individuos alcanzan sus metas y se convierten en agentes activos del desarrollo. En términos filosóficos, John Rawls, en su “Teoría de la justicia”, sostiene que una sociedad justa es aquella en la que las instituciones están diseñadas para beneficiar a todos, especialmente a los menos favorecidos: este principio implica que el éxito de unos no debe construirse a partir de la explotación o el sacrificio de otros, sino que debe contribuir al fortalecimiento del tejido social. En este sentido, el progreso individual tiene un carácter relacional: la mejora de una persona puede crear condiciones que favorezcan la mejora de otras.