Por: Lorena Ballesteros
Durante la Feria Internacional del Libro de Quito asistí a una microclase sobre literatura de viajes impartida por Esteban Mayorga, profesor de la USFQ. El catedrático introdujo la temática con una pregunta aparentemente simple: ¿por qué tomamos fotos cuando viajamos? Las respuestas surgieron de inmediato: “para tener recuerdos”, “para compartirlas con nuestros amigos”, “para subirlas a Facebook”. Nada fuera de lo esperado. Pero, de pronto, una estudiante con uniforme escolar levantó la mano y, con voz firme, dijo: “para ser envidiable”.
Sus palabras resonaron en mi cabeza por días, hasta que las dejé pasar. Sin embargo, desde que empecé a leer The Anxious Generation, de Jonathan Haidt, aquel recuerdo de junio regresó con fuerza. No he dejado de preguntarme: ¿cuánto de lo que hacemos responde a los códigos de la sociedad contemporánea? ¿Cómo debemos mostrarnos en el mundo virtual para ser aceptados?
Desde la irrupción de las redes sociales, todo cambió. La presión social ha crecido de forma alarmante. Las tendencias son efímeras. Las amistades, desechables. Las rivalidades, más encendidas. Haidt sostiene que la generación Z es la generación de la ansiedad. Esta población de niños y adolescentes es la más vulnerable, en gran parte por su desconexión con la realidad. Su visión del mundo está filtrada por ‘reels’ de menos de un minuto, imágenes retocadas y videos creados por inteligencia artificial que exhiben vidas y destinos inalcanzables.
Ese contenido genera una presión brutal en nuestros hijos, y también en nosotros. ¿Para quién estamos viviendo? ¿De qué nos estamos privando?
Por ejemplo, los conciertos han dejado de ser una experiencia de conexión con la música, los artistas y el entorno. Se llenan de pantallas que registran todo, como prueba de haber estado ahí. ¿Realmente se estuvo? Hace poco se viralizó el reclamo del español Enrique Bunbury a una persona en primera fila que grabó sin pausa. El cantante interrumpió su show: “¿Sabes cuántas personas quisieran estar en primera fila y no han podido, y tú no has dejado tu teléfono ni un minuto?”. Su queja es también un llamado de atención.
Es tiempo de hacer un alto, de soltar la presión de mostrarnos. De disfrutar los momentos sin convertir lo íntimo en contenido. Aprendamos a distinguir qué compartir y qué guardar solo para nosotros.