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sábado, agosto 9, 2025

Psicopatología de la política

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Por: Rodrigo Contero P.

Desde la invención del poder jerárquico, surgieron figuras como reyes, magos y dictadores que, sin pudor, se proclamaron “elegidos” para gobernar y dominar pueblos enteros, con discursos mesiánicos que prometen redención, a menudo en nombre de ideologías que dicen combatir la opresión. Sin embargo, esta necesidad de dar órdenes y ejercer control revela, más que liderazgo auténtico, un profundo complejo de inferioridad disfrazado de autoridad moral o divina.

El poder ejercido sin legitimidad ni participación ha sido uno de los mayores mecanismos de deshumanización. Se anula la libertad de elegir y se impone un sistema de obediencia ciega. Cada ser humano nace con el mismo valor y dignidad; nadie está por encima de otro por designio celestial, linaje o fuerza. La noción de “gobernantes elegidos por Dios” es una construcción arcaica sostenida por modelos donde la capacidad de mandar se convierte en un fin en sí mismo.

El orden jerárquico, lejos de organizar el bienestar colectivo, perpetúa la dominación de una élite que disfruta de los privilegios del poder. La creencia de que algunos están “llamados” a gobernar responde, en muchos casos, a una necesidad narcisista de afirmación personal más que a una vocación de servicio. Esta adicción al mando revela la verdadera psicopatología del poder.

Cuando un individuo, embriagado por el control, empieza a creerse superior a los demás, la libertad se convierte en un obstáculo, y el poder, en una enfermedad que prioriza los instintos sobre la razón. Es en ese escenario donde se originan los regímenes autoritarios, la servidumbre moderna y la corrupción estructural.

El populismo, por ejemplo, revela esta fragilidad psicológica. Esta patología política ha causado innumerables guerras, persecuciones y masacres a lo largo de la historia, en nombre del control absoluto y la necesidad de someter a la sociedad a los caprichos del líder de turno.

Hoy más que nunca, es urgente repensar el poder no como dominación, sino como responsabilidad compartida. La salud de la democracia está en su capacidad de proteger la igualdad y reconocer que la autoridad legítima solo nace de la ética, el consenso y el respeto a la dignidad humana.

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