Por: Edgar Frías Borja
Vale la pena hoy, traer a este espacio, un extracto del cuento “”, del escritor Rafael Barrett y que fuera publicado en 1917. Se dice que la codicia rompe el saco, refiriéndose a mucha gente que amasa fortunas y se desviven por seguir amasando, sin importarles su felicidad o la de los demás. En algunos, la sed del dinero, el poder y la gloria, no tiene límites, que hace, que no se den cuenta que, como lo expone Barret: Mientras no poseía más que mi catre y mis libros, fui feliz. “Ahora poseo nueve gallinas y un gallo, y mi alma está perturbada. La propiedad me ha hecho cruel.
Siempre que compraba una gallina la ataba dos días a un árbol, para imponerle mi domicilio, destruyendo en su memoria frágil el amor a su antigua residencia. Remendé el cerco de mi patio, con el fin de evitar la evasión de mis aves, y la invasión de zorros de cuatro y dos pies. Me aislé, fortifiqué la frontera, tracé una línea diabólica entre mi prójimo y yo. Dividí la humanidad en dos categorías; yo, dueño de mis gallinas, y los demás que podían quitármelas. Definí el delito. El mundo se llenó para mí de presuntos ladrones, y por primera vez lancé del otro lado del cerco una mirada hostil.
Mi gallo era demasiado joven. El gallo del vecino saltó el cerco y se puso a hacer la corte a mis gallinas y a amargar la existencia de mi gallo. Despedí a pedradas al intruso, pero saltaban el cerco y aovaron en la casa del vecino. Reclamé los huevos y mi vecino me aborreció. Desde entonces vi su cara sobre el cerco, su mirada inquisidora y hostil, idéntica a la mía. Sus pollos pasaban el cerco, y devoraban el maíz mojado que consagraba a los míos. Los pollos ajenos me parecieron criminales. Los perseguí, y cegado por la rabia maté a uno. El vecino atribuyó una importancia enorme al atentado.
No quiso aceptar una indemnización pecuniaria. Retiró gravemente el cadáver de su pollo, y en lugar de comérselo, se lo mostró a sus amigos, con lo cual empezó a circular por el pueblo la leyenda de mi brutalidad imperialista. Tuve que reforzar el cerco, aumentar la vigilancia, elevar, en una palabra, mi presupuesto de guerra. El vecino dispone de un perro decidido a todo; yo pienso adquirir un revólver.
¿Dónde está mi vieja tranquilidad? Estoy envenenado por la desconfianza y por el odio. El espíritu del mal se ha apoderado de mí. Antes era un hombre. Ahora soy un propietario.
Esta anómala conducta, descrita en este trozo literario, les cae como anillo al dedo, a algunos congéneres del país de Manuelito, que solo piensan que la felicidad radica en el “vil metal” y las fortunas materiales. Como soñar no cuesta nada, creo que es hora de reflexionar en este advenimiento y rectificar rumbos, actitudes y pensamientos, para no seguir en la nefasta conducta de la ambición personal, sin que medie para nada la posibilidad de razonar, que, para ser felices, no necesitamos más que, tener lo suficiente para vivir cómodamente, sin que la ambición nos rompa el saco.