Por: César Montaño Galarza
En medio de la confluencia de varias crisis que sufre el país justo es reconocer la capacidad de aguante y la resiliencia del pueblo ecuatoriano ante una montaña de situaciones difíciles que lo afectan, unas surgidas de imprevisto y otras causadas por inconsultas decisiones, acciones u omisiones de las autoridades. Se dice que los malos tiempos forjan personas recias, recursivas. Justo esto ocurre con los ecuatorianos, nos damos modos para avanzar en una carrera de resistencia con obstáculos, sin renunciar al sueño de vivir días mejores.
Los cortes de luz son solo la punta del iceberg, muestra de ineficiencia e indolencia de varios gobiernos; en el siglo de la conectividad y la inteligencia artificial volvemos a los mecheros. Se trata también de la economía estancada, del angustiante desempleo, de la delincuencia apropiada de los espacios abandonados por el Estado, del alto costo de la vida -la canasta básica bordea los USD 800-, de servicios públicos deplorables, del incremento en los combustibles y el IVA, de las crisis políticas y de la justicia combinadas con corrupción.
Pero, ante la adversidad hay compatriotas que no se rinden; están el vendedor ambulante que sobrevive bajo el sol o la lluvia, el que espera pacientemente la atención pública a su dolencia o necesidad, los que ayudan a otros a pesar de sus limitaciones económicas, y quienes mantienen la tienda del barrio o su emprendimiento solo con luz del día, todos ellos portan su fe como sólida armadura.
Gran parte de la responsabilidad del flagelo de los ecuatorianos es de la clase política, de sus peores exponentes, vendedores de humo que viven en una burbuja saciando hambres atrasadas a costa del Estado, personajes que olvidaron el apostolado de servir a la sociedad. Mi tributo para la gente de a pie, la que hace mucho con casi nada, la que se duele del país, la que sobrevive luchando cada día sin dejar de ver alguna esperanza en un mar de complejidades.