En estos, hasta aquí, 12 días inaguantables de violencia, de destrucción, de parálisis, de vandalismo, de miedo, de insultos, pedradas, palos, petardos, bombas lacrimógenas, lanzas, represión, se han escuchado voces de unos y de otros, voces aisladas, confrontacionales, nada conciliadoras ni dialogantes.
Los unos han sido calificados por los otros como los hunos de Atila, nómadas que saciaban su dieta por medio del saqueo en territorio enemigo; los unos, según los otros, son vándalos y violentos, son infiltrados que atacaron la Contraloría, la Asamblea, plantas de agua potable, antenas, pozos petroleros, fincas, cerraron vías, que cometieron actos delictivos. Los otros han sido calificados, de vendepatrias, corruptos, traidores, lacayos del FMI, dictadores, asesinos, patojos, y muchos otros calificativos del lenguaje coprolálico… Unos y otros son, somos ecuatorianos. Y unos y otros juran que están luchando por el bien de todos los ciudadanos.
Mientras tanto las voces de terceros, de aquellos que no están ni con unos ni con otros, que son los más numerosos, que están sufriendo en carne propia la grave crisis social, económica, de seguridad, son las voces de los que reconocen el derecho del pueblo a manifestar su inconformidad ante las decisiones gubernamentales, desde luego, dentro de los límites que imponen las normas les constitucionales, legales, de tolerancia democrática y de convivencia pacífica.
Y estas voces multitudinarias, que no están en las calles, que están recluidas en sus hogares, que miran con tristeza y llanto tras ventanales, rechazan desde el silencio, los actos vandálicos, repudian el caos, las acciones de violencia, extremismo y represión y, con cierto estoicismo, ya están padeciendo de la escasez de alimentos, medicinas, combustible. Son voces de millones de ecuatorianos que claman por el diálogo pacífico, constructivo entre el Gobierno nacional y los grupos indígenas y sociales para que se ponga fin al conflicto y retorne la paz, generadora de trabajo y bienestar colectivo; para que no se produzca la destrucción del tejido social y productivo que nos puede llevar a daños irreversibles en el convivir ciudadano y en la estructura del Estado.