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miércoles, julio 9, 2025

¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Para adentrarnos en la crítica a la tolerancia a la imbecilidad, es fundamental delimitar el concepto que nos ocupa. El término “imbécil” proviene del latín “imbecillus”, que significa “débil”, “sin báculo” o “sin apoyo”. Originalmente, se refería a una debilidad física o mental general, a alguien que carecía de la fortaleza para sostenerse por su cuenta. Con el tiempo, su significado evolucionó para designar a una persona de entendimiento limitado, con escaso juicio o sensatez, o que se comporta de manera necia. En el contexto de este artículo, no aludimos a una condición clínica o un juicio de valor inherente a la persona, sino a la manifestación de opiniones infundadas, irracionales o perjudiciales que carecen de sustento lógico o empírico, y que, por su naturaleza, no pueden “sostenerse” por sí mismas ante el mínimo escrutinio de la razón.

En la compleja trama de la posmodernidad, nos enfrentamos a un desafío paradójico: mientras que se predica una tolerancia irrestricta, se desdibuja la línea entre  la diversidad de pensamiento y la validación acrítica de la imbecilidad. La noción de que “todas las opiniones son igualmente válidas” ha permeado el discurso público, generando un relativismo epistemológico que amenaza los cimientos de la razón crítica y la búsqueda de la verdad. Pues bien, hoy intentaremos sostener que la regla de demarcación de la tolerancia debe ser la razón, la objetividad y la sensatez, y no una aceptación indiscriminada que diluye el rigor intelectual.

El auge de la posverdad, un fenómeno intrínsecamente ligado a la posmodernidad, ha erosionado la confianza en los hechos, la experiencia y la experticia. Las “narrativas” y “percepciones” a menudo se equiparan con la realidad, y la subjetividad se eleva a la categoría de verdad. Este clima no ha hecho otra cosa que propiciar la proliferación de la imbecilidad, entendida no como una deficiencia intelectual inherente, sino como la manifestación orgullosa de portar opiniones infundadas, irracionales o perjudiciales, disfrazadas de “perspectivas alternativas”.

Autores diletantes como Jean-François Lyotard, uno de los principales teóricos de la posmodernidad, señalaron el fin de los “grandes relatos” o metanarrativas, que antes proveían un marco de sentido y legitimidad al conocimiento. En su obra “La condición posmoderna: informe sobre el saber” (1979), Lyotard argumenta que “la ciencia posmoderna no legitima su existencia por la búsqueda de la utilidad, sino por su eficiencia y su performatividad” (p.27). Si bien él no abogaba directamente por la aceptación de la imbecilidad, su énfasis en la fragmentación del saber y la desconfianza hacia las instituciones tradicionales sentó las bases para un terreno fértil donde la validez de cualquier afirmación podía ser cuestionada, incluso aquellas respaldadas por la evidencia.

Evidentemente, estamos hablando, siempre con desprecio, de perspectivas filosóficas que son una justificación de la tolerancia a la estupidez, puesto que algunos autores de esta patética era ha promovido una visión radical de la diversidad, donde toda voz tiene exactamente el mismo peso. Judith Butler, por ejemplo, en su análisis de las identidades y los discursos, podría ser malinterpretada para argumentar que la misma noción de “verdad” es una construcción de poder, lo que podría llevar a relativizar cualquier juicio sobre la validez de una opinión. Aunque su obra se centra en intentar desmantelar normatividades opresivas, una lectura simplificada podría derivar en la idea de que cualquier discurso, sin importar su fundamento, es igualmente válido…

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