Por: Franklin Barriga López
Quienes militan en el activismo político, con frecuencia se desbordan en sus expresiones, debido al apasionamiento –no siempre recomendable- que ponen para exponer sus tesis o para defenderse de los ataques verbales de quienes participan, igualmente, en esas arenas, permanentemente movedizas y hasta pútridas, donde no son desconocidos el insulto o la calumnia que perjudican no a quienes van dirigidos sino al emisor.
Revuelo causaron, no solo en la opinión pública colombiana, las declaraciones despectivas que hizo el presidente Gustavo Petro, en desmedro de Efraín Cepeda, presidente del Senado. El primero, manifestó: “Yo no digo groserías, pero quise decir una: mucho HP”. Recibió del agraviado esta respuesta demoledora, elevada, sutilmente cáustica: “El presidente Petro aún no comprende la dignidad que ostenta y, como si estuviera en una riña callejera, recurre a la grosería y la bajeza. No pienso caer tan bajo, porque tengo clara la dignidad que represento. Nuestra institucionalidad merece un Honor Perenne, que es mi forma de entender el verdadero HP”.
Este caso refleja lo que acontece en escenarios escabrosos y, por tanto, nada recomendables, cuando no impera la palabra apropiada y respetuosa, la voz ponderada y edificante. La ironía es otra cosa, demanda manejar con profesionalismo el fino estilete de la mordacidad, cuando hay equilibrio emocional y sólida preparación, que impiden descender a los abismos de la indignidad, la falta de cordura o la estulticia.
Vivimos tiempos donde la procacidad ya no llama la atención, por haberse generalizado como práctica recurrente, incluso en niveles que, por jerarquía, jamás deben menospreciarse en su respetabilidad. El debate de altura es signo de racionalidad. La educación y la cultura tienen que ir siempre en ascenso, para construir sociedades donde los valores y principios sean los sólidos cimientos de la civilización.