Por : Ximena Ortiz Crespo
Mi padre, desde que yo era adolescente, me decía: “Mijita, cultive sus amistades”. Él me enseñó el valor de la amistad porque tuvo amigos leales durante toda su vida que eran casi sus hermanos y con quienes compartía paseos, intereses y conversaciones. Por su parte, la simpatía y el amor de mi madre por la gente eran tan grandes que tenía cientos de amistades. Yo solía pedirle que dejara de poner “cara de saludo” cuando la acompañaba a hacer compras en el centro de Quito porque, de otra manera, no llegábamos al destino previsto. Al caminar por la calle de nuestro barrio, ella se detenía a cada paso a saludar con vecinos y conocidos.
Me siento bendecida por haber aprendido a cultivar mis amistades. Mis amigas llenan mi vida de alegría y confianza, y constituyen una fuente de cariño de la que me nutro constantemente sintiéndome aceptada y conectada con el mundo. En estos días, con ocasión del nuevo año, estuve con mis compañeras de colegio, y fui simplemente feliz. Tuve la suerte de haberlas conocido temprano en la vida y de mantener su preciosa amistad.
Mi experiencia la ratifican los estudiosos. Un artículo de la Academia Newport cita un estudio, hecho a 111.000 adolescentes, que revela que aquellos que cuentan con una red de amistades gozan de mejor salud mental, son menos depresivos y tienen un mejor sentido de identidad que los que no tienen contención. Es decir, las amistades entre adolescentes tienen una influencia decisiva en su bienestar psicológico.
El texto aconseja a los padres apoyar a sus hijos a tener amistades y conservarlas, igual que en su tiempo mi padre me aconsejó. Los chicos que tienen amigos cercanos manejando mejor los altos y bajos de la adolescencia y pueden sobrellevar las dificultades. El artículo cita estudios recientes que concluyen que los adolescentes que tenían amistades cercanas antes de la pandemia pudieron afrontar de mejor manera el aislamiento y el distanciamiento social que aquellos que no las tenían. Sus conexiones les ayudaron a reducir la soledad, la depresión y la ansiedad.
Los padres deben hablar con sus hijos sobre la amistad. Deben aconsejarlos sobre lo que significa una conexión auténtica que les permita ser honestos y hablar abiertamente sobre cómo se sienten sin temor a ser juzgados. Deben enseñarles el valor de escuchar atentamente a sus amigos y responderles con empatía y comprensión. Hay ocasiones en que los padres se sienten ignorados o abandonados por sus hijos porque estos les han reemplazado por sus amigos, pero deben comprender que los chicos están atravesando una etapa vital que les sirve para el futuro: los adolescentes están programados para buscar amistades fuera de la familia, empezar a ser parte de la sociedad y, en definitiva, convertirse en adultos. Por ello, los padres deben generar espacios en sus casas para que sus hijos reciban a los amigos, y darles la libertad que requieren para que puedan pasar tiempo con ellos.
Los padres pueden también ayudar a sus hijos a reconocer que los amigos se influyen mutuamente tanto de manera positiva como negativa. Además, deben advertirles que no todas las amistades duran para siempre, por lo que es más probable que, si se comparten valores similares, sus amistades perduren.
Emily Laber-Warren, en su artículo “Los adultos subestiman las amistades de los adolescentes”, en el Washington Post, nos dice que, al ser una época tumultuosa la de la adolescencia, los adultos quieren que sus hijos se mantengan estudiosos y ocupados a menudo empujándolos hacia lo que ellos consideran les preparará para el éxito –como las notas académicas o las actividades extracurriculares– subestimando el valor de las amistades entre adolescentes. La autora dice: “La adolescencia es un momento único en el que las personas comienzan a descubrir quiénes son y cómo volverse independientes, por ello, las amistades que se establecen durante esos años tienen una resonancia única”. Y cita las palabras de Jillian Rose, directora de una organización de desarrollo juvenil: “Es tanta la energía y la pasión que experimentan los adolescentes que estas características se transfieren a las relaciones permitiéndoles compartir siendo, al mismo tiempo, solidarios y vulnerables”.
Recuerdo ahora con enorme afecto la escena de mi mejor amiga y yo que, sentadas en la mitad de las inmensas gradas del Colegio Rumipamba durante los recreos, no dejábamos que nadie se nos acerque para defender a rajatabla nuestras confidencias: al fin y al cabo teníamos cosas muy importantes que decirnos. Nuestras conversaciones actuales siguen manteniendo la cercanía y la intimidad de entonces.