Por: Salvatore Foti
Estas elecciones han sido contaminadas desde su inicio por actitudes totalmente antidemocráticas y violatorias de normas preestablecidas, las cuales, lamentablemente, en algunos casos fueron irrespetadas por el candidato a la Presidencia y alcahueteadas por las autoridades encargadas de su supervisión y cumplimiento.
Las contaminaciones han sido incluso trascendentales si consideramos que, por ejemplo, en la papeleta faltó el nombre de Jan Topic. Sin embargo, la sociedad en general aceptó esta exclusión sin reflexión alguna y, peor aún, sin debate, más allá de si su baja de la contienda electoral fue legítima o no.
Otro hecho anómalo que también contaminó la campaña y deja un pésimo antecedente para Ecuador, así como para las futuras designaciones y remociones de vicepresidentes, es el trato, por lo menos bochornoso, que se le dio a la vicepresidenta Verónica Abad. Además de haber sido –según muchos– perseguida, ha sido incluso impedida de ejercer su cargo mediante métodos burdos y poco respetuosos de la voluntad popular expresada en las urnas, pues fue el pueblo quien la eligió, y fueron unas cuantas instituciones y ministerios los que la removieron.
Pero lo que más debería preocuparnos como sociedad es la falta de respeto a las reglas sobre la delegación del poder en tiempos de elecciones. Resulta que el Presidente puede hacer campaña y gobernar al mismo tiempo, al igual que sus ministros y subalternos, quienes, mientras ejercen cargos públicos, hacen propaganda electoral con total descaro e impunidad. Esto afecta evidentemente a todos sus rivales, que deben enfrentarse en desigualdad de condiciones, algo que en democracia no puede ser aceptable. Si Correa hubiese hecho siquiera la mitad de lo que ha hecho Noboa, habríamos gritado todos «¡dictadura!», pero cuando lo ilegal proviene del mal llamado «correísmo», todo está bien, porque el fanatismo ya gobierna el país.
Todo esto, lamentablemente, pasará factura el 13 de abril, cuando, con mucha probabilidad, el perdedor no acepte los resultados electorales, los cuales han sido supervisados por un CNE que hasta ahora ha sido un monumento a la tibieza y al silencio, lo que, al fin y al cabo, es complicidad con el autoritarismo, venga de donde venga.