Por: Lisandro Prieto Femenía
Hace un año publiqué un artículo titulado “Combatiendo la estupidez con silencio”, en el cual defendía la importancia del silencio como herramienta indispensable para el desarrollo del pensamiento crítico y la autoconciencia. Según mi análisis, el silencio nos permite reflexionar sobre nuestras ideas y creencias, y nos ayuda a desarrollar una mayor comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un asunto complementario al precedentemente señalado, a saber, el problema de la dictadura social del “tener que decir algo”. En esta era de la información permanente, donde el flujo de datos es constante y la necesidad de opinar sobre cualquier cosa parece ser una exigencia social, nos encontramos inmersos en un régimen del ruido fónico bucal que suena permanentemente, pero nada dice.
El bombardeo de información de dudosa procedencia y la inmediatez de las redes sociales no han hecho otra cosa que exacerbar esta necesidad de manifestarse, a menudo sin la reflexión adecuada mediante. Pero, es importante que nos preguntemos, ¿cuánto de lo que decimos a diario es realmente nuestro, propio, y cuánto es una mera repetición de lo que los medios y la sociedad esperan de nosotros? ¿Es posible escaparse de esta necesidad patética de querer encajar en una conversación constante? Pues bien amigos, como bien saben, filosofar es dudar, y éstas son sólo algunas de las preguntas que guiarán nuestra reflexión.
La idea previamente señalada se relaciona con la importancia del silencio sobre la “dictadura del decir”. El silencio no es solamente una ausencia de sonido o ruido, sino una oportunidad fantástica para la aparición del pensamiento profundo y la introspección: al callar, podemos liberarnos de la presión de tener que opinar sobre todo y de la necesidad de “ser parte” en las conversaciones banales y constantes con las que tenemos que convivir.
El primer aspecto que tenemos que señalar hoy, es el terrible miedo al silencio. Nietzsche afirmaba que la mayoría de las opiniones que circulan no son más que prejuicios disfrazados de pensamiento y, en efecto, la necesidad de hablar constantemente puede ser, en el fondo, un miedo al silencio, porque en él nos enfrentamos a nosotros mismos, a nuestras dudas y contradicciones. Tengamos en cuenta que el silencio nos obliga a pensar, a cuestionar nuestras propias creencias y a hacernos cargo de nuestra existencia. Es por ello que, cuando vean a una persona insoportable que siempre tiene una opinión para cualquier tema que aparezca, se darán cuenta que en el fondo, es la más idiota del salón. Pero aquí cabe preguntar, ¿cuánto de lo que decimos está realmente fundado en nuestro pensamiento y no en una opinión ya masticada por otros? ¿Cuánto de nuestro discurso está teñido por el miedo a no encajar, a ser diferentes, a no ser aceptados? Pues bien amigos, si la sociedad considera como modelo a seguir el prototipo de idiota que jamás se calla, será recomendable no querer encajar allí.
Es innegable, de todos modos, que ese temor a ser dejados de lado produce cierta angustia en muchas personas. Para Kierkegaard, el individuo auténtico se enfrenta a la angustia de pensar por sí mismo, mientras que la multitud se refugia en el ruido de la opinión colectiva. Hoy, la presión por opinar sobre todo no es más que un síntoma de la desesperación de pertenecer, de ser reconocido por los demás: no decir nada, en este contexto, se ha convertido en un pecado social, una forma clara de exclusión. Pero, ¿no podría ser el silencio una forma de resistencia, de afirmar la propia individualidad frente a la presión del grupo? ¿No podría ser una manera de decir “no” a la uniformidad y al pensamiento hueco y “único”?
Lo que hasta aquí hemos descrito sería incomprensible si previamente no analizamos la característica propia de la sobreexposición de las sociedades actuales. Al respecto, Byung-Chul Han describe cómo, en esta era digital, el silencio es interpretado como irrelevante. Y sí, porque en una sociedad donde todo se sobreexpone, el individuo siente la obligación de exhibirse en los escaparates virtuales y manifestarse sobre cualquier tema, incluso sin comprenderlo. Pero es preciso indicar aquí que estar siempre expuestos no es, ni cerca, libertad, sino un nuevo tipo de servidumbre y esclavitud voluntaria. La necesidad de “tener algo para decir” nos lleva a la superficialidad y a la banalización del discurso público en el que los que nos estamos habituado a “hablar por hablar”, nos sentimos bastante incómodos. En este contexto, no me queda duda alguna de que el silencio se convierte en un acto sumamente subversivo, una forma de recuperar la capacidad de escuchar y de pensar.
Recordemos también a Heidegger, quien por su parte nos invita a reflexionar sobre la relación existente entre el lenguaje y el ser. Para él, el lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación, sino también una forma de ser en el mundo. Desde esta perspectiva, el silencio no es la ausencia de lenguaje, es decir, de significado, sino una forma diferente de lenguaje, una manera de escuchar el llamado del ser. Ahora bien, es preciso que realicemos aquí una contraindicación: como en el caso de Heidegger, que jamás se pronunció respecto a su responsabilidad en tanto miembro del partido Nazi alemán. Esos silencios no son productivos, porque encubren injusticias y evaden responsabilidades vitales.