EDITORIAL
Si usted se olvida algo en un taxi o si su celular, por descuido lo ha dejado en algún sitio, dele definitivamente por perdido, salvo casos excepcionales, que por milagro de algún santo se lo devuelvan. De estos y otros casos abundan en la cotidianidad donde la deshonestidad campea, donde ha desaparecido la línea divisoria entre lo honesto y deshonesto, entre lo correcto e incorrecto, entre lo digno e indigno, entre la decencia e indecencia, entre la virtud y el vicio, entre la justicia e injusticia, entre la lealtad y deslealtad, en definitiva, entre los valores y antivalores.
Lamentablemente, las prácticas deshonestas están a todo nivel, no son patrimonio únicamente de ciertos políticos y dirigentes gremiales. Están enraizadas en nuestra sociedad. Cuando se da o se recibe una coima para evadir sanciones, cuando se corrompe a alguien con dádivas para agilizar trámites, cuando se irrespetan filas, cuando se saca buenas notas a base de copiar los exámenes y muchos otros supuestos pequeños actos de deshonestidad, se está incorporando la deshonestidad a la cotidianidad. Además, si “todos lo hacen”, es “normal”. La corrupción se ha integrado a la sociedad como una de sus características, agravadas por la “picardía criolla” y el machismo.
Sin duda alguna, aquí radica la anomia social, la degradación de las normas de convivencia, la indiferencia y apatía, el quemeimportismo ciudadano ante los problemas sociales, ante los inescrupulosos y vergonzosos actos de corrupción de todas las épocas de nuestra historia, enraizados con más fuerza en la época correísta y en los tiempos de pandemia cuando se negoció con la salud y con la vida de los ecuatorianos, con inhumanos sobreprecios. Y claro, también los casos Metástasis, Purga, etc.
Si bien son los organismos públicos (asamblea, ministerios, cortes, contraloría, consejos provinciales, alcaldías, etc.) los espacios donde se anidan los actos macro de deshonestidad, así también, sin duda alguna, hay dos espacios donde se forjan de manera indestructible la honestidad, la decencia, la rectitud, el civismo y los más sólidos valores ciudadanos: el hogar y la educación. Ahí se generan, se esculpen, se cincelan los seres humanos integrales, los ciudadanos amantes de la verdad y la justicia, los políticos honestos, los jueces probos y rectos, los trabajadores responsables, los verdaderos demócratas¸ las personas de bien; en fin, la honestidad en la cotidianidad.