El cambio empieza en las aulas

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Luis Meyer

El alumnado del colegio Padre Piquer procede de 30 nacionalidades y casi una decena de religiones. En su sistema educativo desaparecen las asignaturas, los exámenes frecuentes y los libros de texto.

“Hola, tengo 13 años, soy de Bangladesh. Llevo en España seis meses, aquí en el cole, cinco meses”. Así, en un castellano bastante fluido y bien pronunciado, se presentaba Nasima, alumna del colegio Padre Piquer. Está en el aula de enlace, donde, como ella, otros estudiantes extranjeros aprenden español en nueve meses y llevan a cabo un proceso de acondicionamiento a su nueva situación y entorno.

Es una de las iniciativas rompedoras de este colegio concertado, que demuestra que innovar en educación no es algo exclusivo de los caros centros privados. Ha llevado a los más necesitados el tipo de educación que se promulga en países referenciales como Finlandia: se aleja del constreñimiento de los exámenes continuos y los deberes extraescolares, y de las asignaturas al uso impartidas al uso. Su objetivo es que los alumnos aprendan, en el sentido más amplio y a la vez más estricto del término. Y su fórmula fuera de los cánones les ha funcionado muy bien: tienen acreditado un éxito escolar del 85% en todos los cursos, y un 92% de aprobados en selectividad.

El aula de enlace es solo un ejemplo. “La mantuvimos aunque el Gobierno retiró la financiación para este tipo de clases”, reclama la profesora responsable. En este colegio del popular barrio de La Ventilla se imparte un sistema educativo integrador a un alumnado procedente de unas 30 nacionalidades y de casi una decena de religiones, en el que casi la mitad son extranjeros. La mayoría por necesidad: sus aulas están pobladas de hijos de inmigrantes de Europa del este, asiáticos, latinoamericanos y africanos, cuyas familias han tenido que emigrar a España huyendo de la pobreza o de regímenes inasumibles. “En un colegio tradicional, cuando un profesor llega a clase, se pregunta: ‘¿A quién enseño hoy?’”, explica el director del Padre Piquer, Ángel Serrano. “Es lo normal, porque cada alumno tiene sus propias capacidades y, normalmente, los profesores se dirigen a los más capaces y dejan en un segundo plano los estudiantes que llevan otro ritmo”.

Partiendo de esta premisa, el centro decidió darle la vuelta al sistema, y crearon las aulas cooperativas multitarea: en cada clase hay 60 alumnos y tres profesores, y no se rigen por asignaturas ni los libros de texto. Se realizan trabajos por, como definen en el centro, “áreas de aprendizaje”, y en equipo; los alumnos no se disponen en pupitres individuales alineados de cara a un encerado, sino agrupados de tres en tres, cara a cara, en pequeñas islas. Los profesores, así, tienen una mayor posibilidad de adaptarse al momento vital de cada uno. “Se puede trabajar a diferentes niveles sin que los alumnos se vean diferenciados”, cuenta Serrano. Además, el trabajo se realiza principalmente en el aula, porque muchos de los niños no tienen las condiciones idóneas en sus casas para hacer deberes extraescolares. Lo más parecido a esto son sus aulas creativas, fuera del programa escolar: allí se fomentan sus talentos y vocaciones, con actividades de poso artístico o científico.

El centro de formación Padre Piquer tiene un presupuesto ajustado, pero goza de recursos que envidiarían otros colegios privados de relumbrón. Gracias a una inteligente gestión de patrocinios, tienen un material cuasi universitario con el que pueden impartir desde robótica aplicada a la geografía (un alumno preadolescente muestra orgulloso un artilugio con ruedas que sigue el perímetro pintado de la península ibérica) hasta la pura artesanía en madera. “Despertamos sus inquietudes, sus posibilidades, aquello con lo que se van a ganar la vida pero, sobre todo, que les va a hacer felices cuando sean adultos”, explica Serrano.

Así es como un pequeño colegio de un pequeño barrio humilde de Madrid logra destacar entre el resto de los centros educativos del país. Su labor ha sido reconocida recientemente por Ashoka, red internacional de emprendedores sociales, y es la única de la capital definida como ‘escuela changemaker’. Un ejemplo que demuestra que el dinero no es condición óbice para cambiar la manera de hacer las cosas. Para un mundo mejor, en definitiva.

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