Artículo de Opiniónpor: Lorena Ballesteros
Recibí agosto acompañada de majestuosas puestas de sol. La piel tostada y con sabor a sal. El pelo revuelto, dificultando el paso de una peinilla. Cada amanecer me sorprendía con un silencio casi absoluto, solo interrumpido por el trinar de aves que no conseguía identificar y el ritmo de las olas que, día tras días, me susurraba que disfrutara, que seguía de vacaciones.
¡Uy! Qué tiempos aquellos. Qué magnífica desconexión. Nuestros teléfonos móviles apenas captaban señal celular y el Wifi del conjunto parecía haberse tomado sus propias vacaciones. Dejándonos únicamente con la posibilidad de vivir el presente, de disfrutar de la compañía del momento. De tomarnos desayunos opíparos. De creer que a las once de la mañana el día aún está en pañales. De leer durante horas. De bañarse en el mar hasta que la piel se haga pasa. De escuchar las risas de las niñas: de mi hija y mis sobrinas y reír con ellas. De caminar varios kilómetros con los pies descalzos. De enfrascarse en anécdotas con los amigos que son familia.
¡Qué nostalgia de aquellos días! Pues ahora esa idílica existencia ya ha sido arrasada por la vorágine de la cruda realidad. La de la casa empolvada y la refrigeradora vacía. La de la maleta con ropa sucia y los enseres por guardar. La de los correos electrónicos acumulados y las llamadas pendientes por realizar. Y aún peor, la de las cuentas por pagar. Esos días de santa paz solo caben en los recuerdos y las vacaciones como tal, ya están en su ocaso.
La ilusión de beberse un agua de coco ha sido reemplazada por la ansiedad de encontrar el libro de texto de la lista de útiles; ese que está agotado en tres librerías distintas. Por la oportunidad de las ofertas si se paga en efectivo, por la obstinación de que el uniforme sea tres tallas más grandes para que le dure hasta que se gradúe…
Y en poco más estaremos añorando los días sin despertador. Sentiremos nostalgia de tenerlos en casa. De los almuerzos en familia. De las horas robadas al trabajo. Porque sin darnos cuenta estaremos nuevamente en la rutina acelerada, esa que arranca a las cinco de la mañana y no para hasta bien entrada la noche y que se convierte en un eterno trasnoche./ La Hora