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sábado, octubre 5, 2024

“El que quiere, puede: mitos y verdades de la meritocracia”

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Por: Lisandro Prieto Femenía

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre un concepto que se defiende mucho, sobre todo discursivamente de la boca para afuera, pero que se comprende bastante poco, a saber, la idea de la meritocracia, según la cual el éxito siempre es producto exclusivo del esfuerzo individual.

Pues bien, la noción de que todos tenemos las mismas oportunidades y que nuestro progreso depende únicamente de las capacidades y el trabajo duro de cada uno parece, a primera vista, algo justo y moralmente defendible. 

Sin embargo, si intentamos realizar un análisis menos superficial del asunto, revelaremos una serie de mitos existentes alrededor de esta idea que encubren las desigualdades estructurales y las limitaciones inherentes a un sistema social, económico y cultural que nos cachetea con la dura y cruda realidad que señala que no siempre se consiguen los logros esperados dando lo mejor de sí.

Procedamos a analizar, entonces, el primer mito: “Todos partimos del mismo lugar” o peor “da igual el punto desde el cual se parte”. Esta premisa ignora completamente, y adrede, todas las desigualdades preexistentes en términos de clase, raza, género y acceso a recursos esenciales.

En este sentido, el filósofo John Rawls en su obra “Una teoría de la justicia” (1971), desafío esta idea al proponer el “principio de la diferencia”, que reconoce las desigualdades inherentes en el punto de partida de las personas. Desde esta perspectiva, la meritocracia se presenta como una quimera a medias puesto que oculta las barreras estructurales que muchas personas enfrentan desde su nacimiento y que, en muchos casos, arrastran hasta la adultez.

“La justicia no requiere la igualdad de oportunidades, sino la corrección de las desigualdades originadas por circunstancias sociales y naturales” (Rawls, 1971, p. 53).

Un segundo mito que podríamos revelar es aquel que señala que “el esfuerzo siempre se recompensa”. Sí, es un gran deseo de todos nosotros, lógico y esperable, pero, aún así, no siempre es verdadero. Esta creencia promueve una visión reduccionista del progreso personal, ignorando los factores externos y contextuales que influyen en el desarrollo de cada individuo.

Justamente sobre este asunto, Pierre Bourdieu realizó un cuestionamiento a esta perspectiva, sobre todo en su obra denominada “La distinción” (1979), indicando que el capital cultural y social desempeña un papel crucial en las oportunidades de éxito. Así, el esfuerzo personal, aunque es necesario, no siempre es suficiente para garantizar el éxito si no se tienen en cuenta las estructuras que limitan o facilitan las oportunidades.

Según Bourdieu, “las herencias culturales y sociales no se distribuyen de manera equitativa, lo que hace que el éxito esté condicionado por el acceso a estos capitales” (Bourdieu, 1979, p. 95).

Otra macabra interpretación de la meritocracia sostiene que “los que fracasan no se han esforzado lo suficiente”. Estamos ante uno de los peligros más insidiosos de la idea de la meritocracia como tendencia a culpar a quienes no han alcanzado el éxito, asumiendo que la falta de logros es un reflejo de su falta de voluntad o de habilidades y/o capacidades.

Sin embargo, esta visión no tiene en cuenta lasmiles de posibles barreras sistémicas que pueden estar fuera del control de los individuos. En este sentido, el psicólogo Melvin Lerner en su investigación sobre la “hipótesis del mundo justo”, señala que las personas tienden a creer que el mundo es, por sí sólo, inherentemente justo, lo que lleva a la racionalización de las desigualdades y atrocidades sociales presentes, pero tal vez tapadas o escondidas bajo la alfombra de la patética y egoísta indiferencia.

Estamos ante una utilización sumamente dañina del concepto “mérito”, puesto que perpetúa la idea de que quienes no logran el éxito no han hecho lo suficiente, ignorando olímpicamente las limitaciones reales a las que se enfrentan a diario miles de millones de personas alrededor del mundo.

Según Lerner (1980), “la creencia en un mundo justo puede llevar a la desvalorización de aquellos que han sido víctimas de circunstancias adversas, justificando su situación como merecida” (Lerner, 1980, p. 65).

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