Por: Sara Salazar
Nayib Bukele, presidente de El Salvador, expresó una frase que ha generado gran debate y reflexión en muchos sectores: “Cuando un gobierno no combate efectivamente la criminalidad, no es porque no tenga la capacidad de hacerlo, sino porque los cómplices de los criminales son los que están en el gobierno”. Esta declaración, directa y sin tapujos, nos invita a examinar la situación de seguridad y justicia en varios países latinoamericanos, y particularmente, a detenernos en lo que está ocurriendo actualmente en Ecuador.
La situación actual en Ecuador es alarmante. La criminalidad ha escalado a niveles nunca antes vistos, con el narcotráfico, las bandas armadas y la violencia desbordando las ciudades. Las calles ya no son solo escenario de robos o peleas entre delincuentes, sino de una guerra abierta que involucra a actores mucho más poderosos. La cifra de homicidios, secuestros, extorsiones y la presencia de organizaciones criminales como las mafias del narcotráfico reflejan una grave crisis de seguridad. Pero, ¿por qué parece que el gobierno ecuatoriano no puede frenar esta ola de violencia? Tal vez la respuesta resida en lo que Bukele señala: no es falta de capacidad, sino de voluntad política, y lo más complejo, la complicidad silenciosa que puede existir en las estructuras de poder.
En el caso de Ecuador, el narcotráfico ha cobrado una fuerza tal que las instituciones del Estado parecen haber quedado en un segundo plano. En este contexto, la declaración de Bukele resuena con fuerza: cuando un gobierno no tiene la capacidad de frenar la criminalidad, es porque las mismas instituciones que deberían protegernos pueden estar permeadas por intereses que favorecen la perpetuación de estas estructuras ilegales. La corrupción, los pactos con delincuentes y la falta de transparencia son solo algunas de las sombras que se ciernen sobre la política ecuatoriana. La guerra contra el crimen, en este caso, no se libra solo en las calles, sino en las oficinas de poder.
Es cierto que no todos los políticos están involucrados en estos círculos oscuros, pero lo que está claro es que no se puede hacer frente a un problema de esta magnitud sin una transformación profunda en las estructuras de poder. ¿Cómo se puede combatir al crimen cuando las mismas instituciones que deberían luchar contra él están manchadas de corrupción, y algunos de sus miembros se benefician de la inacción? El crimen organizado se alimenta de la debilidad institucional, y si el gobierno no tiene la determinación de tomar decisiones difíciles, de limpiar la casa desde adentro, se volverá imposible frenar la violencia.
El ejemplo de Bukele y su dura crítica a los cómplices dentro del poder no es un llamado vacío, sino una alerta. En Ecuador, al igual que en muchas otras naciones de la región, la criminalidad no es solo un fenómeno social, sino un reflejo de la falta de acción, la corrupción y la falta de voluntad de muchos líderes para tomar las riendas de la situación. En lugar de enfrentar el problema de manera frontal, algunos prefieren mirar hacia otro lado, permitiendo que el narcotráfico y las mafias sigan creciendo, corrompiendo aún más el tejido social.
Para Ecuador, la lucha contra la criminalidad debe comenzar con una pregunta incómoda: ¿realmente queremos erradicarla, o preferimos mantener el statu quo, donde los criminales tienen un pie dentro de las mismas instituciones que deberían detenerlos? Si no se responde a esta cuestión con claridad, el país seguirá siendo un escenario de violencia y caos, mientras los cómplices siguen cómodamente en sus cargos, protegidos por un sistema que ha permitido que el crimen se apodere de las calles.
No hay solución posible si no se reconoce que la lucha contra la criminalidad comienza con la depuración de las estructuras de poder, una tarea que requiere valentía, honestidad y la voluntad de enfrentar la verdad. Y esa es una batalla que, hasta ahora, muchos gobiernos parecen no estar dispuestos a librar.