La queja de las universidades privadas ante la disminución del presupuesto que financiaba becas para estudiantes de escasos recursos generó malestar y rechazo en varios sectores. Aunque luego el gobierno, mediante un comunicado, haya explicado que no se afectaría la inversión, esa sensación de una mala decisión no fue bien recibida.
Uno de los puntos fuertes del presidente Guillermo Lasso, durante su campaña, fue su propuesta sobre educación superior: ingreso libre, eliminación de la Senescyt; y, educación universitaria gratuita y de calidad. Aunque mucho de ello –en cualquier contienda– tenga más de demagogia que de coherencia, algo que siempre se anhelará será la gratuidad y la calidad, algo que se logra con presupuesto, pensando en que la educación no es un gasto, sino una inversión a largo plazo.
Reducir el presupuesto para universidades, escuelas politécnicas e institutos técnicos y tecnológicos solo demuestra que la prioridad de un país en concepto de desarrollo tiene otros objetivos y bases, pero no la educación. Pensar que esto es un gasto nos retrotrae a tiempos medievales en los que se ha pensado, de forma mezquina e interesada, que la formación académica y el pensamiento son privilegios y exclusividad de las clases sociales más pudientes, proscribiendo un derecho universal.
Que ni por error esa sea la pretensión del gobierno. La educación superior, si bien debe caminar en la senda de la libertad de elección, también demanda de esfuerzo, criterios de selección por aptitud, pero, sobre todo, de inversión.