Por: Sofía Cordero
En el planeta Nostos, la libertad era un eco distante. Sus habitantes vivían bajo un cielo gris, marcado por una melancolía que recorría cada rincón de sus ciudades. Los ancianos, conocidos como “gerontes” recordaban, con una tristeza palpable, los días en que el mundo había sido distinto, cuando el sol brillaba más y las calles se llenaban de risas.
Antiguamente, los militares, conocidos como “hoplitas”, habían sido considerados patriotas. No habían impuesto una dictadura como en otros planetas, y eso les había ganado el respeto del pueblo. Pero todo cambió cuando, en un desesperado intento por frenar la violencia y el crimen, la gente les entregó el poder absoluto. Los hoplitas no solo decidieron quién vivía y quién moría, sino que comenzaron a borrar las sonrisas de los rostros
Los gerontes, sentados en bancos de madera de un parque olvidado, cobijados por una sombra cálida de árboles centenarios, contaban historias sobre los días dorados. Había una fecha especial, la más importante de todas: el 31 de diciembre, el día en que, mucho tiempo atrás, Ismael, Saúl, Josué y Steven habían sido enterrados. En ese día, el planeta se vestía de flores marchitas, dulces amargos, pelotas de fútbol rotas y música triste. La memoria de esos niños era el faro de un amor perdido.
Pero la esperanza no moría del todo. Cada tarde, todos los días del año, grupos de niños se reunían frente a los hoplitas, con miradas fijas, desafiantes. No podían salir a jugar como antes, pero sus ojos lo decían todo. Ellos miraban a los hoplitas con una fuerza que los antiguos soldados no comprendían. Había algo en sus miradas que les llenaba de vergüenza, algo que los hacía desear, en lo más profundo de sus corazones, despojarse de la sombra que los perseguía.
Aunque en Nostos el futuro parecía incierto, algo brillaba en los ojos de los niños: la libertad, aquella que algún día regresaría.