Por: Lisandro Prieto Femenía
Hace poco tiempo, un gran filósofo y amigo de mis tierras, compartió conmigo un de Jean-Claude Michéa, titulado “El imperio del mal menor” (2007), en el cual se desarrolla una interpretación bastante interesante del “mal menor” como criterio político y ético dominante en la mayoría de las democracias occidentales contemporáneas. En una primera aproximación, se propone como una estrategia para evitar grandes calamidades, pero este enfoque prioriza decisiones que, aunque imperfectas, son consideradas menos perjudiciales que las alternativas disponibles. La obra precitada ofrece una profunda crítica a este principio, destacando cómo se ha convertido en el pilar de un liberalismo que ha decidido renunciar a los valores trascendentes en favor de una racionalidad meramente utilitarista y pragmática, motivo por el cual consideramos que es valioso realizar, sobre todo en estos días, el análisis pertinente del “mal menor”, contrastándolo con las implicaciones para la política real y la ética devastada.
Antes de desarrollar en profundidad la crítica que se propone, debemos tener en cuenta que para Michéa, el “mal menor” es la expresión de un liberalismo político y económico que busca mantener la estabilidad social mediante la renuncia a grandes ideales colectivos. Nuestro autor argumenta que este principio es un reflejo de la lógica de una modernidad que privilegia el progreso técnico y el consumo individual sobre la construcción de un bien común. En este contexto, entonces, el “mal menor” actúa como una coartada moral para justificar políticas que apuntan directamente a perpetuar desigualdades estructurales y un vacío ético en la esfera pública.
Complementariamente, desde la perspectiva del autor de referencia, se sostiene que el enfoque individualista y moralmente simplista del “mal menor” erosiona los lazos comunitarios, al sustituir valores compartidos por una ética minimalista basada en la tolerancia y un contrato social cada vez más atomizado. Ahora bien, cabe preguntarse hasta dónde nos ha llevado esta forma de existir, en tanto que esta obsesión por evitar “mayores males” conduce a toda velocidad a sociedades en las que las decisiones se toman en función de cálculos utilitarios, sacrificando así cualquier aspiración de justicias verdadera o transformación social radical.
Procedamos ahora a intentar comprender lo precedentemente enunciado mediante algunos ejemplos puntuales. En primer lugar, tengamos en cuenta las llamadas “políticas de austeridad económica” en cuanto cómo los gobiernos, en nombre del “mal menor”, implementan dichas directrices que perjudican directamente a las clases trabajadoras para evitar supuestas crisis económicas mayores, como la hiperinflación o el colapso financiero. Estas decisiones, aunque presentadas como inevitables para “salvarnos”, consolidan un sistema económico que prioriza los intereses del capital financiero sobre las necesidades de las personas, perpetuando desigualdades estructurales que, paradójicamente, son aplaudidas incluso por quienes las sufren.
Otro ejemplo que puede servirnos para comprender este asunto es el desarrollo de las intervenciones militares. En este caso, el “mal menor” también se utiliza para justificar la invasión militar en nombre de una supuesta estabilidad global: lo que vimos en Irak o Afganistán fueron presentadas como acciones “necesarias” para evitar amenazas mayores, como el terrorismo o la proliferación de armas de destrucción masiva (que por cierto, nunca aparecieron). Pues bien, amigos míos, Michéa en este sentido sostendría que estas acciones no sólo fallan en resolver las causas subyacentes de los conflictos, sino que generan nuevas formas de violencia y desestabilización.
También, podríamos considerar brevemente la tolerancia minimalista que se desarrolla en la esfera de “lo público”. Michéa señala que el énfasis en una ética basada en la tolerancia mínima, como evitar la discriminación explícita, ha reemplazado la construcción de valores compartidos más profundos. Por ejemplo, en el ámbito educativo, los programas de inclusión se limitan a medidas superficiales, como la representación simbólica, en lugar de abordar con seriedad las desigualdades estructurales que perpetúan la exclusión social.
Hay más, créame querido amigo lector, mucho más. Otro ejemplo, tan cruel como evidente, es el que podemos apreciar en la desregulación total de los mercados laborales. En este aspecto puntual, nuestro autor critica cómo los gobiernos optan por flexibilizar las regulaciones laborales en nombre de evitar el desempleo masivo: estas políticas, vistas como el “mal menor”, a menudo precarizan el trabajo y aumentan la inseguridad económica, perpetuando un sistema que prioriza las ganancias empresariales sobre el bienestar de los trabajadores.