Por: Lorena Ballesteros
Tiempo atrás, una mujer que estudiaba en la universidad corría el riesgo de “quedarse para vestir santos”. Algunas estudiaban mientras se casaban. Es decir, escogían con poca convicción una carrera que fuera su pasatiempo hasta que les llegase la pareja apropiada. Una vez concretada la transacción ya no había de qué preocuparse, ni en qué más ocuparse. La casa, los hijos y el marido determinaban el rumbo de esa mujer.
Con el paso de los años, estudios de tercer nivel y vida matrimonial se tornaron compatibles. Sin embargo, se mantuvo el cabo suelto de la maternidad. Pues, una vez nacidos los hijos, la mujer sacrificaba su proyección profesional. En muchos casos la suspendía al menos hasta que pasara la segunda infancia, otras para siempre.
Millones de mujeres se privaban de exponerse al mercado laboral para compenetrarse con el lenguaje de biberones, pañales, educación consciente, cuenta cuentos, actividades escolares, extracurriculares, etc. De la que además debía conversarse con alegría y agradecimiento, ocultando todas las sombras de la maternidad: las noches sin dormir, los llantos incontrolables, las travesuras, el desorden general, la sensación de ingratitud, la falta de tiempo personal, el desequilibrio en la pareja…
Cuando la mujer decidió dar su grito de libertad y recuperar el tiempo perdido, la libertad vino de manera condicional. Volver a estudiar o a trabajar con la condición de no descuidar a la familia. Traducción: estar en casa para recibir a los chicos del colegio, llevarlos a sus extracurriculares, revisar sus deberes, atender sus rutinas de higiene, fomentar sus relaciones sociales. Además de las tareas relacionadas al quehacer doméstico.
Afortunadamente los tiempos han cambiado. Las mujeres trabajan más horas. Ocupan cargos de mayor responsabilidad. Son emprendedoras. Educadoras. Son todólogas. Estudian maestrías. Hacen doctorados. Van al yoga, al pilates, corren maratones. Sí, corren maratones llevando a sus hijos de lado a otro. Soportan berrinches, contienen debacles emocionales. A la vez que les responsabiliza de las crisis conyugales, del bajo rendimiento académico de sus hijos y de la despensa vacía. Viven constantemente juzgadas.
Por eso, para una mujer es aún complejo decir en voz alta: “lo quiero todo”. Quiero estudiar, quiero una familia, quiero trabajar, quiero ser feliz. Sin duda, dejará de ser tan difícil cuando el Estado se dé cuenta de que mujeres satisfechas, realizadas en todos sus roles, son armas poderosas para combatir las crisis sociales y económicas de las naciones.