Por: Rodrigo Contero Peñafiel
Los líderes de los movimientos políticos deciden quienes serán los candidatos y quienes ocuparán cargos públicos. Los programas se ajustan a sus intereses y cálculos financieros de corto plazo. Este control permite que los dirigentes negocien y dirijan a las bases, perpetuando su poder y beneficios.
Designar personas con fines específicos en puestos claves facilita el desplazamiento de profesionales capacitados en favor de figuras emergentes, muchas veces sin experiencia ni méritos. Esta práctica promueve un cambio generacional manipulado, asegurando relevos afines a las conveniencias del poder. Los profesionales íntegros, conocedores de la realidad nacional, frecuentemente rechazan estas posiciones para no comprometer su ética y moral, y evitar involucrarse en procesos marcados por la corrupción.
La inyección de dinero en la política, de cualquier forma, desprestigia el sistema. Cuando solo un reducido grupo selecciona dirigentes o candidatos se acentúa el autoritarismo y la falta de transparencia. Las elecciones primarias evidencian esta descomposición moral, con líderes que se consolidan mediante estrategias populistas.
En regímenes socialistas, ocupar todos los espacios de poder es más factible, ya que disponen de los recursos necesarios para ello porque colocan ‘incondicionales’ en sectores donde operan economías paralelas. Así, el poder fluye hacia las capitales provinciales, que actúan como brazos ejecutores de los gobiernos regionales y locales.
Los pactos entre tres o cuatro partidos políticos consolidan mayorías que controlan el trabajo en la Asamblea Nacional. Este dominio permite imponer medidas arbitrarias, controlar los poderes del Estado y establecer normas electorales convenientes. Así, los movimientos políticos fragmentan las votaciones, obstaculizando un futuro más prometedor para el país.