Por: Daniel Márquez Soares
Gran parte de los ecuatorianos —podría decirse que la mayoría— lleva casi veinte años esperando que surja una verdadera alternativa a Rafael Correa y su agenda. Sin embargo, hasta el momento lo único que ha habido es decepciones. Las iniciativas nonatas de unidad opositora en la época de la Revolución Ciudadana, el infecundo viraje de Lenín Moreno, la pusilánime presidencia de Guillermo Lasso, la errática administración de Daniel Noboa; la triste verdad es que no ha habido nada que amerite siquiera el calificativo de ‘proyecto’.
Todo ese amplio sector de la población —en muchos sentidos el custodio de los principales recursos económicos y humanos del país—sí es capaz de producir algo mejor que los incompetentes y retorcidos liderazgos de estos últimos años. El problema es que ha prevalecido una actitud evasiva, a medio camino entre la rendición y el quemeimportismo.
La abundancia de opciones entraña también el riesgo de no jugársela por nada, de terminar viviendo sin esa motivación que nace de tener la espalda contra la pared; en lugar de articular propuestas y coordinar esfuerzos, el segmento más globalizado del país ha optado, desde hace décadas, por la vía opuesta: tener capitales afuera, atesorar la doble ciudadanía, sacar a hijos y nietos del país, lucrar callado y, si la cosa se complica, simplemente marcharse. Parecería que, en el fondo de todo, yace la convicción de que en última instancia el país no tiene futuro.
El resultado de ello es que siguen abundando las causas decentes y viables, pero huérfanas de representación política, que van mucho más allá del “fuera Correa”: la producción agrícola, la identificación con Occidente, el involucramiento comercial con el mundo, la identidad católica, el crecimiento económico fiel a las ventajas competitivas del país.
Ahora que Ecuador ha descendido a niveles insospechados de barbarie y que el retorno de los fantasmas del pasado parece inevitable, empieza una nueva oportunidad para generar alternativas. Seguro que esta vez será mejor.