Por: Sofía Cordero
En aquel país, donde el sol ardía más de lo normal y las sombras nunca eran lo suficientemente largas para esconder el miedo, el gobierno decidió que la guerra era la única salida. Los ministros, con sus trajes grises y caras arrugadas por promesas rotas, creían que, si ordenaban a los militares tomar las calles, la violencia del narcotráfico desaparecería como humo. Y lo hicieron. Llenaron las avenidas con soldados, y les entregaron las cárceles, convencidos de que, tras los barrotes, la violencia se disolvería como el agua en la arena.
En la campaña electoral, los candidatos, como espectros del mismo fantasma, ofrecieron más de lo mismo: mano dura, inspirados por un país lejano donde todos hablaban de apresar a quien fuera, sin importar si sus ojos reflejaban culpa o inocencia.
Sin embargo, fue en un barrio tan pobre que los colores de las casas parecían desvanecerse con la luz, donde la realidad rompió las promesas. Cuatro niños fueron arrastrados por dieciséis soldados. Un video mostró cómo los maltrataban, los niños desaparecieron, como si nunca hubieran existido. Nadie sabía nada. Las familias, con el corazón quebrado, exigieron la verdad, pero el gobierno solo ofreció contradicciones.
El país entero, antes mudo y temeroso, empezó a hablar en susurros. Las calles, que alguna vez fueron ríos de esperanza, se llenaron de murmullos de desconfianza. La violencia, lejos de disminuir, crecía, y el poder de los militares golpeaba con un ruido ensordecedor que aumentaba más y más.
En un anuncio que confundió y lastimó más que aclarar, el presidente declaró que los cuatro niños serían considerados héroes nacionales. El país entero se congeló. Héroes, ¿acaso? Lo que la gente quería eran sus niños, vivos. Y mientras el dolor se extendía como una niebla espesa, las respuestas parecían desvanecerse. El tiempo se convirtió en una espera por conciencia, una espera por respuestas, una espera por justicia. Ojalá no sea muy tarde.