Por: Lisandro Prieto Femenía
Bien sabemos que Žižek es un filósofo contemporáneo y psicoanalista lacaniano que se caracteriza por sus comentarios provocativos, que intentan invitarnos a pensar sobre aspectos profundos de la condición humana. Aunque la frase precedentemente presentada se suele atribuir a su autoría, la verdad es que no tenemos la certeza de que aparezca publicada en sus obras, al menos las que hemos leído, pero lo fundamental es que encapsula en ella su crítica constante a la cultura del consumismo, la banalización de las emociones y la ideología que reduce la felicidad a un estado trivial de satisfacción instantánea.
La intención de provocar algo en el lector mediante esta afirmación nos hace filosofar, es decir, plantearnos preguntas fundamentales: ¿qué entendemos por felicidad? ¿Es la felicidad un estado de ánimo desligado de la profundidad intelectual o moral? ¿Existe un vínculo inherente entre la búsqueda de la verdad, el conocimiento y una vida feliz? Pues bien, en la historia de la filosofía, la felicidad ha sido objeto de extensos debates: para Aristóteles, en su “Ética a Nicómaco”, la “eudaimonía” (felicidad o florecimiento) era el fin último del ser humano, alcanzado a través de la virtud y la razón. Por el contrario, filósofos como Schopenhauer veían a la felicidad como una ilusión pasajera en un mundo marcado por el sufrimiento. Paralelamente, Nietzsche consideraba que el ideal de la felicidad como ausencia de conflicto era más bien una forma de negación de la vida misma. Cuando Žižek nos pica con su crítica, nos invita a revisar estas tradiciones y cuestionar las nociones modernas de felicidad, a menudo reducidas a indicadores externos como el consumo, el éxito individual, la apariencia de prosperidad o la evasión del pensamiento crítico. ¿Es esta “felicidad sin profundidad” una forma de alienación? ¿Qué nos revela este fenómeno sobre nuestra cultura y nuestra capacidad de enfrentar las verdades incómodas?
Procedamos, entonces, a analizar el vínculo entre ignorancia y felicidad, puesto que esta relación ha sido objeto de análisis en múltiples tradiciones filosóficas. La idea de que la “ignorancia es felicidad” se popularizó en la cultura moderna, aunque tiene sus raíces complejas que van más allá del lugar común. Platón, por ejemplo, en su diálogo “La República”, a través del mito de la caverna, describe cómo los prisioneros de la caverna viven satisfechos con sombras y apariencias, ignorantes de la realidad exterior. Para Platón, esta ignorancia no era la verdadera felicidad, sino una forma de esclavitud intelectual (“La República”, VII, 514ª-520ª). Por su parte, el filósofo francés Voltaire, en su novela titulada “Cándido”, ironiza sobre el optimismo ingenuo de Pangloss, quien afirma que “todo sucede para el mejor de los mundos posibles”: esta afirmación refleja una forma de ignorancia disfrazada de conformidad, que Voltaire expone como absurda frente al sufrimiento y la injusticia en el mundo. Voltaire señala que, para enfrentar la realidad, aunque sea doloroso, a veces es preferible vivir en una ilusión complaciente.
Ahora bien, la crítica más radical a la felicidad ligada a la ignorancia proviene de Friedrich Nietzsche, quien rechazó siempre el concepto de felicidad como un objetivo válido para el ser humano. En su “Genealogía de la moral”, denuncia la moral del rebaño, que es la que busca la comodidad y la conformidad servil y patética. Para Nietzsche, el ideal de la felicidad burguesa es una forma de debilidad espiritual que sofoca el potencial humano para la grandeza, el sufrimiento creativo y el enfrentamiento con la dura realidad. Pues bien, la filosofía contemporánea, que gracias a Dios cuenta con un Žižek que contrarresta la ola de intelectuales progres, extiende la crítica nietzscheana al contexto del capitalismo tardío, donde la felicidad se promueve como un producto totalmente comercializable.
Žižek nos dirá que el mandato de “ser feliz” en las sociedades posmodernas opera como una ideología que reprime el pensamiento crítico y la disidencia real. Puntualmente, en su obra “El sublime objeto de la ideología” (1989) expone que el problema con la ideología dominante es que hace que nuestras insatisfacciones parezcan fallas individuales, en lugar de síntomas de un sistema claramente defectuoso y violento, pero cada vez más sutil en sus estrategias agresivas. El vínculo entre ignorancia y felicidad, por lo tanto, no es insidioso, malicioso y mucho menos inocuo: enfrentarse a las verdades incómodas es, sin duda alguna, una experiencia dolorosa, pero, como argumentaba Sócrates, “una vida sin examen no merece la pena ser vivida” (“Apología de Sócrates”, 38ª). Sí, la ignorancia puede ofrecer consuelo momentáneo, pero la verdadera felicidad, según muchas tradiciones filosóficas, está ligada al conocimiento, la virtud y la confrontación con la realidad.