Conforme se decidió en la Asamblea, ya era hora de que los candidatos de elección popular, sobre todo los presidenciales, concurran de manera obligatoria a debatir frente al pueblo. Los electores tienen derecho a conocer el pensamiento político, los planes y programas, las propuestas, los fundamentos y motivaciones de su accionar frente a los destinos de la patria en aspectos puntuales como salud y educación, cultura y ciencia, hábitat y vivienda, trabajo y seguridad social, agua y alimentación, comunicación e información, libertad y democracia, derechos de las comunidades, pueblos y nacionalidades, endeudamiento e impuestos, narcotráfico y drogas, combate a la corrupción, relaciones internacionales y otros temas que exigen precisiones.
No hay que olvidar que el debate, por definición, es controversia, lucha, confrontación de ideas, en un marco de respeto y tolerancia al contendor, no de descalificaciones y groserías. Es un espacio democrático para confrontar puntos de vista con respeto, cultura y educación, frente a un auditorio, con normas y tiempos de participación establecidos previamente, bajo la conducción de un moderador que equilibra de manera neutral, sin favoritismos, las intervenciones de los debatientes quienes deben evitar a toda costa la mentira, la falsificación de datos, la manipulación de la información, así como la ironía, la exageración, la imprecisión y obscuridad de ideas.
Este espacio democrático sería una pérdida de tiempo y una tomadura de pelo a los electores si los debatientes no abordan los temas planteados con verdadero patriotismo, más allá de protagonismos y lucimiento personal.
Cuando en enero de 2017, la Cámara de Comercio de Guayaquil organizó un debate con los ocho candidatos presidenciales, algunos se excusaron y uno de los finalistas a la segunda vuelta se negó a participar en el debate. Con el nuevo esquema legal que se está gestando en la Asamblea, no habrá pretexto para que un candidato se niegue a debatir frente al pueblo.