Por: Lisandro Prieto Femenía
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto que considero urgente, necesario y placentero pensar, a saber, que en el núcleo de una cultura del espectáculo que nos bombardea con la banalidad de superhéroes llenos de Botox y trajes ajustados, los verdaderos titanes de la humanidad yacen en el completo anonimato cotidiano. Particularmente, nos vamos a centrar en los donantes de órganos, seres que, en un acto de suprema generosidad, desafían la sombra de la muerte y extienden el hilo de la vida.
La filosofía, esa búsqueda incansable de sentido, nos convoca a contemplar la fragilidad de nuestra existencia, la danza inevitable entre la vida y la muerte, el sentido y el abismo de la nada. Sin embargo, en el acto de la donación de órganos, se abre una grieta en esas dualidades, un puente que conecta dos mundos. Un corazón que cesa su latido puede insuflar esperanza en otro pecho, unos pulmones que se apagan puede llenar de aliento un futuro incierto. La donación es un desafío magistral y sublime a la caducidad, un legado que trasciende la efímera naturaleza de nuestra carne en una finitud decretada de antemano.
Asimismo, es interesante acudir al cuestionamiento de nuestra relación con el cuerpo, a trascender el egoísmo y a reconocer nuestra interdependencia desde un punto de vista positivo. No se trata de una simple exhortación moral, sino que encierra una profunda reflexión ontológica y ética. En primer lugar, la relación que mantenemos con nuestro cuerpo, tal como la concibe la sociedad contemporánea occidental, se asemeja a una relación de posesión, donde el cuerpo se convierte en un objeto de consumo, susceptible de ser moldeado, modificado o castigado según los dictados de la moda y la publicidad.
Sin embargo, la donación de órganos nos obliga a replantear esta visión instrumental del cuerpo, a considerar que un cuerpo no es un simple receptáculo de la conciencia, sino una parte intrínseca de nuestra identidad, un vehículo de la vida que puede prolongarse más allá de la muerte. En este sentido, podemos recordar la distinción platónica entre cuerpo y alma, no para perpetuar una visión dualista, sino para subrayar la necesidad de trascender su mera materialidad y reconocer su potencial para la trascendencia.
En segundo lugar, la postmodernidad marcada por el individualismo exacerbado, nos impulsa a centrarnos en nuestros propios intereses, relegando al otro a un segundo plano. A pesar de ello, la donación es, en su esencia, un acto de altruismo radical, una renuncia al egoísmo en favor del bienestar del otro. Al respecto, recordemos también la ética kantiana, que nos indica que debemos tratar a la humanidad, tanto en nuestra propia persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca simplemente como un medio. En pocas palabras, querido lector, lo que queremos indicar es que la donación de órganos, al salvar una vida, reconoce la dignidad intrínseca de la persona humana, su valor como fin en sí mismo y no como cosa útil.
En tercer y último lugar, en lo que respecta a los lineamientos filosóficos que venimos enumerando, la donación nos revela la profunda interdependencia que caracteriza la existencia humana. Cuando Aristóteles sostuvo que somos “animales políticos”, ilustraba nuestro ser social, cuya realización depende de la comunidad toda. La donación nos recuerda que formamos parte de una red de vida, donde cada uno de nosotros depende de los demás, donde nuestras acciones tienen un impacto real en el mundo que nos rodea: al reconocer esta interdependencia, superamos la ilusión patética de la autonomía individual y egoísta, mientras que nos conectamos con la humanidad que hay en nosotros y en los demás. En definitiva, la donación es un acto de responsabilidad social, una preciosa forma de contribuir al bienestar de la comunidad, de participar en un acto de solidaridad suprema que salva vidas y brinda esperanza. La filosofía, en su búsqueda permanente de sentido, nos indica que somos ciudadanos del mundo, con la responsabilidad de cuidar de los demás, de construir un futuro donde la vida prevalezca sobre la muerte y la generosidad triunfe sobre el egoísmo.
A pesar de los avances científicos y médicos, como también la creciente conciencia en los ciudadanos, el individualismo propio de una sociedad rota está proyectando una sombra oscura. Según los datos que ofrece la Organización Mundial de la Salud (OMS), miles de personas mueren cada año esperando un trasplante. Solamente en Estados Unidos, se estima que por día fallecen 17 personas que se encuentran en la lista de espera. Ante esta cruda realidad, que a algunos nos interpela, cabe preguntarse: ¿qué miedos y prejuicios nos impiden abrazar la generosidad? ¿Por qué persiste el individualismo?